“Les será quitado el Reino de Dios y se le dará a un pueblo que produzca sus frutos» (Mt 21,43)
En ambientes sociales, económicos, laborales, políticos, e incluso, eclesiales se discute sobre el modo de obtener un derecho o conseguir un beneficio. Algunos creen que es la meritocracia o la tecnocracia, otros prefieren recurrir al tráfico de influencias, no pocos a la extorsión, maquillada con muchos eufemismos. Y dado que el objetivo es buscar el propio bien -aunque, de hecho no sea tan bueno- se recurre a cualquier estrategia, por más corrupta, homicida o violenta que se necesite. Porque hay gente que sigue creyendo que el fin justifica los medios.
El resultado de esta manera de ser y actuar está a la vista, en el eticocidio -eliminación de todo criterio ético- y el ecocidio -destrucción de nuestra casa común-, que construye torres de Babel en todos los ámbitos y fabrica Caínes en espacios que parecían fraternos y son homicidas.
No podemos ni debemos normalizar la violencia ni el absolutismo del mercado, para beneficio propio. No deberíamos aceptar que el afán de riqueza y de opulencia fuera criterio superior a la fraternidad, la solidaridad y la interdependencia. Apremia desintoxicarse de la autorreferencialidad y el egocentrismo, que nos llevan a la soledad del placer. Urge desencadenarse de la obsesión por acumular y disfrutar, sin medir consecuencias para el bien común pleno.
De tanto explotar los recursos, que la vida y la humanidad nos han legado gratuitamente, vamos a acabar con la misma vida y la misma humanidad, si es que no recuperamos el sentido de la fraternidad universal y la amistad social, y si es que seguimos embelesados por la portada del libro, sin leer ni escribir el contenido -sentido- de la vida.
Dado que el ser humano no es dueño de nadie ni de nada de lo que existe, sino administrador honesto o corrupto, necesitamos transformar nuestra manera de pensar y de actuar, de tal manera que busquemos el Reino de Dios y su justicia, sabiendo que lo demás se nos dará por añadidura (cfr. Mt 6,33).
Los frutos de nuestras acciones -conscientes o normalizadas- dan vida a los individuos, comunidades y casa común cuando administramos los recursos con “sobriedad y solidaridad”. Por el contrario, la muerte nos acecha cuando se magnifica el placer y se idolatra el éxito.
Así como toda acción humana tiene consecuencias, también las opciones cristianas nos deben llevar a la sencillez, la solidaridad y la sinodalidad, que producen frutos de vida para todos, todos, todos, todos…
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