«Todos, mujeres y varones estamos llamados a ser vientre, casa, caricia, abrazo, palabra,» afirmó la Hna. Liliana Franco en uno de los apartes del testimonio que compartió este 13 de octubre al inicio de un nuevo módulo de trabajo en la XVI Asamblea General del Sínodo que se adentra en el tema de la misión, por ende, en aspectos determinantes para la acción pastoral de la Iglesia de este tiempo, como el rol de las mujeres y el ejercicio ministerial.
La presidenta de la Confederación Latinoamericana y Caribeña de Religiosos y Religiosas (CLAR), recordaba que conviene mirar a Jesús si es que se desea pensar en la misión de las mujeres en la Iglesia.
Explicando que la Sagrada Escritura es evidencia de la forma en que Jesús levantó, dignificó y envió a las mujeres, la religiosa afirmó que «la verdadera reforma viene del encuentro con Jesús, el eco de su palabra, el aprendizaje de sus actitudes y criterios, en la asimilación de su estilo».
Situación que explicó a través de ejemplos, la historia breve de algunas mujeres, demuestra las razones por las cuales emerge un sentir al interior de la Iglesia que invita a poner sobre la mesa con claridad, el tema de la misión y participación de la mujer, que va más allá del ejercicio ministerial al que a veces se tiende a reducir el análisis de algunas realidades y prácticas que han de ser consideradas para operar el cambio, transformar el curso de la historia.
Persistir con argumentos
Entre las experiencias compartidas estaba la de una mujer mayor que fue marginada de la visita a los enfermos y la entrega de la comunión por su edad y porque los ministros de la Eucaristía son varones y que pese a todo no pierde ni la fe ni el deseo de llevar consuelo a quienes padecen el dolor y la soledad que trae consigo la enfermedad.
La intelectual que no le alcanzaron sus resultados académicos para obtener un título canónico por ser mujer y que debe conformarse con un título civil, considerando que recibir el grado de teóloga ya es todo un logro, porque incluso en algunos paises las mujeres están impedidas para estudiar teología.
También recordó a las que «no tienen sitio en el Consejo parroquial o diocesano, a pesar de que ellas son las maestras, las catequistas por los ríos, las que curan las heridas a los enfermos, las que atienden los migrantes, las que orientan a los jóvenes y juegan con los niños. Las que alimentan la fe en las paraliturgias y con creatividad sostienen la esperanza cuando aturde la violencia,» porque en sus palabras desde «la óptica de los miembros de muchos Consejos, la misión de las mujeres es muy maternal, básica y pastoral, y los objetivos de los Consejos son más administrativos y estratégicos».
Un amor definitivo
Al respecto, la religiosa colombiana reconoce que «la andadura de las mujeres en la Iglesia está llena de cicatrices, de coyunturas que han supuesto dolor y redención». No obstante, lo único evidente y definitivo es el amor de Dios que «permanece más allá del empeño de algunos por invisibilizar la presencia y el aporte de las mujeres en la construcción de la Iglesia».
Aclarando que, en el fondo del deseo y el imperativo de una mayor presencia y participación de las mujeres en la Iglesia, no hay una ambición de poder o un sentimiento de inferioridad, mucho menos, una búsqueda ególatra de reconocimiento. Sse trata de un clamor, por vivir en fidelidad al proyecto de Dios, que quiere que todos se reconozcan en condición de hermanos.
Frente a esta realidad, la consagrada insistió en que la «Iglesia tiene rostro de mujer: las Asambleas, los grupos parroquiales, las celebraciones litúrgicas, los ministerios apostólicos de las comunidades, la calidad de la reflexión y la calidez de la entrega a la Iglesia se teje muchas y mayoritarias veces, en el vientre de las mujeres» y como la Iglesia es madre y maestra, ratificó que además es hermana y discípula, es femenina; lo que en ningún momento excluye a los hombres, porque finalmente en hombres y mujeres, habita la fuerza de lo femenino, así como los valores de la sabiduría, la ternura, la bondad, la fortaleza, la creatividad, la parresia y la capacidad de dar la vida y enfrentar las situaciones con osadía.
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La experiencia continental
Evidencia de lo anterior es el proceso sinodal que se ha vivido en América Latina y el Caribe los últimos años del que resalta vamos experimentando que una iglesia misionera que late al ritmo de lo femenino, dirige su trabajo con perspectivas específicas que pasan por entender que «la persona de Jesús y el Evangelio son los que convocan, entonces «el encuentro es para hacer memoria y actualizar el compromiso en la consciencia de ser enviados, discípulos misioneros». La inclusión y la participación en la toma de decisiones brotan de la consciencia de la identidad: Pueblo de Dios y con la misma dignidad, fruto del Bautismo. Así la opción por el cuidado de toda forma de vida es la opción por el Reino.
Para la Hna. Liliana un nuevo modo de establecer las relaciones hace posible una renovada identidad: más circular, fraterna y sororal. Con una nueva forma de ministerialidad, en la cual se tejen relaciones de solidaridad y cercanía, lo que quiere decir que el vínculo se establece más allá de lo jerárquico y lo funcional, un espacio existencial llamado comunidad y en el que todos nos sentimos humanos y hermanos.
En América Latina «se cree en el valor de los procesos, se prioriza la escucha y se reconoce que la fecundidad es fruto de la gracia, de la acción del Espíritu, el único capaz de hacer nuevas todas las cosas».
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