En la homilía del 29 de mayo de 1977, san Oscar Romero dijo que la persecución es algo necesario en la Iglesia. “¿Saben por qué? Porque la verdad siempre es perseguida. Jesucristo lo dijo: ‘Si a mí me persiguieron, también os perseguirán a vosotros’”.
Y por eso, cuando un día le preguntaron al Papa León XIII, aquella inteligencia maravillosa, cuáles son las notas que distinguen a la Iglesia católica verdadera, el Papa dijo ya las cuatro conocidas: una, santa, católica y apostólica. “Agreguemos otra -les dice el Papa-, perseguida”. No puede vivir la Iglesia que cumple con su deber sin ser perseguida. Y así ha sido.
Lo hemos visto de manera muy patente en los últimos años, pero con especial interés, al menos para mí, en Nicaragua. La saña que el sandinismo ha volcado sobre la Iglesia ha sido brutal y vulgar, al punto que al Santo Padre lo obligó a calificarla de “dictadura grosera”. Estas líneas preceden a la información de que Monseñor Rolando Álvarez y el resto de los sacerdotes secuestrados por el régimen han sido desterrados. Ante esto, me pregunto: ¿realmente creen que se puede desterrar la verdad de la Iglesia, que es la verdad de Cristo?
Recordando a Romero
Cuando me sentaba a escuchar o leer las homilías de monseñor Álvarez era imposible no viajar hacia El Salvador de Romero. Ambas voces, cada una desde su tiempo, estuvieron en todo momento inflamadas por el espíritu profético de la Iglesia. Ambos, me imagino con los temores propios del ser humano indefenso frente a una máquina de violencia como los gobiernos que padecieron, tuvieron siempre claro que “la Iglesia no puede callar ante esas injusticias del orden económico, del orden político, del orden social.
Si callara, la Iglesia sería cómplice con el que se margina y duerme un conformismo enfermizo, pecaminoso, o con el que se aprovecha de ese adormecimiento del pueblo para abusar y acaparar económicamente, políticamente, y marginar una inmensa mayoría del pueblo”.
Por supuesto, monseñor Álvarez debió resultar muy molesto para la dictadura, así como Romero lo fue en su momento. Tenía que serlo, así como molestos, resultaron los profetas para las sociedades de su tiempo y de cualquier tiempo, ya que, cuando la sociedad no está con Dios, cuando el poder terrenal no está con Dios, entonces se transforman en voces insufribles que hay que callar a como dé lugar. Primero, a través de las seducciones mundanas; luego, con el amedrentamiento, para finalmente apurar el destierro, cuando no el asesinato infame.
¿Y ahora qué?
Seguir luchando por la liberación de Nicaragua, de hecho, por la liberación de América latina de las garras de la violencia. En este sentido, el Papa Francisco, el vivo recuerdo de San Oscar Romero y el propio Monseñor Rolando Álvarez, ya nos han mostrado el camino. Un camino que comienza y termina en el amor, es decir, a llevar a la práctica una verdadera revolución que transforme al hombre de raíz.
Un amor que no significa permitir la continua violación de derechos humanos. Romero dijo: “Seremos firmes, sí, en defender nuestros derechos, pero con un gran amor en el corazón. Porque el defender así, con amor, estamos buscando también la conversión de los pecadores. Esa es la venganza del cristiano”.
El cristiano debe tener muy claro que no se puede cosechar lo que no se siembra. “¿Cómo vamos a cosechar amor en nuestra República, si solo sembramos odio?”, se preguntó Romero. Hemos visto escenas inhumanas en Ecuador, por ejemplo, pero no solo de delincuentes, sino de servidores de la ley. Una sociedad que confunda justicia con venganza es una sociedad que está cosechando demonios que la devorarán por dentro. Entendemos que no es fácil. Hay dolor e impotencia, pero también está la Cruz de Cristo como fuente ductora de caminos de justicia, libertad, verdad y amor.
El testimonio que he visto de monseñor Rolando Álvarez ha sido una cátedra de virtudes cristianas para mí y para el mundo. La verdad de Cristo no puede ser desterrada, a menos que renunciemos, como hombres, a la libertad. El papa Francisco invitó a buscar la verdad de Cristo que hace libre y soberano el corazón, libera de la hipocresía y nos vuelve verdaderos. “Siguiéndolo no se pierde, sino que se adquiere dignidad”. Paz y Bien
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