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Reflexión bíblica dominical: 15 de septiembre de 2024

“Salió Jesús con sus discípulos hacia los pueblos de Cesarea de Filipo, y por el camino les preguntó: ¿Quién dice la gente que soy yo?”. (Mc 8,27)

La “imagen” que damos a los demás sobre nuestra persona, no siempre coincide con el autoconcepto, ni con lo que realmente somos, ni con lo que vamos a ir descubriendo en el paso del tiempo o a través de los aprendizajes -a veces dolorosos- de la experiencia relacional.

El mismo Nazareno fue entendiendo su identidad en las “relaciones” con su familia, pero también en la voz del Jordán, los discernimientos en Cafarnaún, mientras caminaba de pueblo en pueblo y a través de las discusiones -más o menos duras- con sus seguidores y sus detractores. La identidad de todo ser humano se va forjando, y

Jesús no es la excepción, especialmente en sus “encuentros“ con el Padre, la comunidad apostólica, la muchedumbre y los heridos del sistema socio-religioso.

Igual que Él, no podemos caer en el narcisismo, ni en el populismo, ni en el buenismo, ni en el fanatismo, ni en el fatalismo deprimente. “Somos” lo que sentimos, pensamos, soñamos y hacemos… y los modos como nos relacionamos…, pero -también- en “lo que Dios va haciendo” en y a través nuestro.

Nuestra identidad se va construyendo y está en movimiento, cuando somos capaces de dar pasos de sentido y de horizonte, aunque no siempre estén acompasados por los amigos momentáneos y los detractores cercanos.

Por eso, nos podríamos hacer hoy dos preguntas, una existencial y otra creyente: ¿hemos descubierto y compartido la genuina identidad de nosotros mismos, o somos un espejo de la superficialidad? Nuestra relación con Jesucristo ¿responde a un encuentro fundante o a la inercia de la historia?

Aunque el origen socio-cultural sea el punto de partida identitario, estamos seguros que los sueños compartidos nos van definiendo -en la ortopraxis- como humanos y cristianos.

 

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