El verbo vigilar, se repite cuatro veces en el Evangelio proclamado en este primer domingo de adviento. Este verbo, es cercano por significado a otro término griego, ese despertarse utilizado para describir la Resurrección de Cristo, el despertarse del sueño de la muerte.
Estar despiertos
Para iluminarnos, Jesús recurre a la parábola del portero, que en cuatro momentos llama a “estar despiertos”, a vigilar: al anochecer, a la media noche, al canto del gallo, al amanecer. La preocupación de aquella noche no está tanto en los miedos de la oscuridad como narra Job en el Cap 24, sino en lo imprevisto del retorno del dueño de la casa.
En dos oportunidades se repite, “No saben cuándo llegará el momento preciso”; “No saben cuándo el dueño de la casa volverá”: es el momento en el cual el Señor volverá. San Lucas recurre a la imagen del ladrón: “Si el dueño de la casa supiese a qué hora llega el ladrón, no se dejaría robar la casa” (Lc.12, 9).
El mensaje es transparente y el llamado a vigilar, a estar despierto, a despertarse llega con vehemencia frente a la indiferencia del hombre contemporáneo, que muchas veces busca bienestar, distracción, banalidad, superficialidad. Situaciones que son como una red que encadenan el cerebro, el corazón y el alma. En San Mateo Jesús recuerda el momento que precedía al diluvio (Mt 24, 38-39): “En aquellos días los hombres comían y bebían, tomaban esposa y esposo, hasta cuando Noé entró en el Arca, y no se daban cuenta de nada, hasta que llegó el diluvio y ahogo a todos”.
Una espera atenta
Las parábolas de Cristo descienden como el torbellino del diluvio, son para desencadenar, para despertar las conciencias inmersas en la indiferencia o en el entorpecimiento. Pero también en muchas personas existe inquietud en sus conciencias que es indicio de sensibilidad, de vida, de espiritualidad, de fe y siguiendo una expresión del escritor francés Julien Green, podemos decir que “cuando se está inquieto, se puede estar tranquilo” y, al revés, existe en muchas personas, letargo, modorra, pasividad, superficialidad, indiferencia, egoísmo, vacío del espíritu, ceguera en la existencia.
En la Biblia, Noé, es el inquieto, el hombre despierto, listo para el juicio de Dios, en cualquier momento de su vida. Exactamente como debe ser el portero de la parábola que hemos escuchado. Un comentarista del evangelio dice: “La vida del hombre fiel no se desenvuelve en el letargo, la pereza, los sueños y las pasiones, sino en el empeño siempre vigilante y sobrio del corazón”.
Y otro define la vigilancia del portero como la “actitud en la cual el creyente espera siempre responsablemente al Señor que llega, y nada le puede distraer de la constante disponibilidad en sus compromisos”. En el portero de la parábola debemos estar identificados todos porque la espera del Señor no debe ser tanto un temor, sino una esperanza.
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Levantar la mirada
Además, para la Biblia, la noche, la oscuridad, supone el sueño, la pesadez del cuerpo y del espíritu; el abandono inerte, el engaño misterioso de los delitos nocturnos, los castillos que se desvanecen en los sueños. Por el contrario el Amanecer debe señalar el paso a la acción, a la atención, a estar despiertos, vigilantes, a “levantar la mirada”, a pensar, a esperar, a cuidar, a trabajar. Cristo, quiere que el discípulo se ponga de pie, que camine, que levante la cabeza hacia la luz, hacia el amor, hacia la verdad, hacia el empeño. Que el discípulo esté alerta para que el mal en sus múltiples formas, no entorpezca ni su mente ni su alma. Por eso Cristo nos invita a la oración continua.
Cristo, ciertamente vendrá para el juicio sobre el mal, para que así se sepa que “Hay un Dios que hace justicia sobre la tierra” (Sal 58, 12), pero Cristo aparecerá sobre todo para enjugar, limpiar las lágrimas de los pobres, de los oprimidos, de los justos maltratados y para introducirlos en su reino de luz y de armonía. Cristo vendrá lleno de bondad y misericordia. Nuestro “levantarnos” debe ser como el de Cristo, que así como se levantó del sueño de la muerte, nosotros nos levantemos del sueño de la noche de la mente y del espíritu, de la indiferencia, del egoísmo, de la oscuridad, de la superficialidad y del mal, porque Cristo ha Resucitado y ha vencido a la muerte y al mal.
El cristiano es entonces un hombre del presente, inmerso y activo al interior de la historia, pero que su mirada debe estar dirigida hacia el futuro, a aquel horizonte donde el Señor aparecerá. Hoy primer Domingo de Adviento, hagamos emerger de esta liturgia un nuevo retrato: hombre de la justicia, es decir de la gracia, de la vida, del perdón, del empeño, del trabajo, del bien. Peregrino en el camino correcto, ciudadano del día y de la vida, de la luz, el amor y de la esperanza.
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