En el XXVI domingo del tiempo ordinario hemos leído el Evangelio de Mateo, su contenido me ha hecho pensar que el joven constituye para el adulto un enigma, sin embargo, como se dice, también el adulto es hijo de su juventud y tiene en su fisonomía todavía los trazos de su pasado.
El famoso Psicólogo Bruno Bettelheim de origen alemán-americano escribía que “el rostro de un hombre no pierde jamás las características (las líneas) de su juventud, y su alma no deja jamás extinguir los antiguos amores”. Sin embargo, siempre hay una constante “incomunicabilidad” entre las generaciones y a menudo nos quedamos asombrados frente a comportamientos para nosotros inéditos y desconcertantes pero que los jóvenes asumen con inmediatez, prontitud, como si fueran evidentes, por ejemplo, los modelos “juveniles”, de vestirse, la simbología de los gestos, de la música, y de tantas otras cosas más.
La generosidad inesperada
Pues bien, Jesús ha creado una parábola propiamente sobre esta indescifrabilidad del comportamiento juvenil, buscando de individualizar y recoger el hilo positivo. Ciertamente que el horizonte socio–cultural del mundo palestino del siglo I, era profundamente distinto al nuestro. La educación era severa, exigente en la práctica de la vida cotidiana.
Y una de las primeras obligaciones educativas era la del trabajo, y tanto es verdad que la antigua tradición rabínica declaraba que “el padre que no enseña a su hijo una ocupación, lo conduce a ser un ladrón”. Y propiamente sobre el orden paterno de empeñarse en el trabajo es que cobra interés la parábola de los dos hijos que el Evangelio nos propone hoy.
Las reacciones de los hijos son diferentes y contradictorias: de un lado está el hijo aparentemente obsecuente, dócil, pero interiormente hipócrita y rebelde, y de otro lado está el hijo externamente rebelde, desobediente y no favorable pero interiormente disponible. Bajo el aspecto desordenado, rebelde, intranquilo de muchos jóvenes a veces se esconde en realidad una sorprendente bondad, una generosidad inesperada, una insospechada ternura.
Muchas personas religiosas y obsecuentes que frecuentan las iglesias, sinagogas y lugares de culto no son automáticamente los justos del Reino de Dios, porque en su existencia se debe conjugar todavía el “escuchar” y el “hacer” la voluntad del Padre. Hay otras personas, posiblemente menos observantes y más desordenadas, que en realidad tienen en sí una riqueza de fe y de amor que se revela en el secreto, sin que la derecha conozca todo el actuar generoso de la mano izquierda. (Mt 6,3)
El riesgo de juzgar
Jesús utiliza pocas líneas para delinear dos rostros que se volverán a proponer a través de los siglos: el rostro de la hipocresía y el rostro de la sinceridad escondida. En sí, la parábola es un esbozo de la vida cotidiana para invitarnos a no juzgar por las apariencias; es también simbólicamente como un latigazo contra el legalismo farisaico que sirve como manto dorado para esconder vergüenzas y mentiras.
Pero la parábola nos invita a mirar con dos nuevas enseñanzas: La Primera esta sintetizada en una frase esencial: todavía más bienaventurado es aquel que dice y hace; que cumple en el culto y en la vida; que obedece en las palabras y en las acciones; que responde y obra con amor. Por eso, la pureza de la conciencia debe brillar también exteriormente para que llegue a ser un ejemplo y un signo.
La segunda enseñanza: más allá del hijo aparentemente rebelde, pero en realidad obediente está aquel que sabe expresar con coherencia total su fidelidad. Los hijos no son un puro producto biológico, ni solo una imagen hereditaria de los progenitores, los hijos son siempre una nueva criatura, son imagen de lo infinito de Dios y por eso, siempre “inéditos”, verdadera y auténtica sorpresa.
La misión de los padres
Es muy importante que en el bien y en el mal los padres deben estar listos para aceptar el misterio que cada hijo lleva en sí y asumir el reto propio de la formación y educación.
Los padres tienen la misión de ofrecer educación y formación; pero esto no les permite considerar al hijo como una posesión donde plasmar y reducir, exaltar y humillar a su propia complacencia; a veces de utilizar a los hijos como lugar donde se realicen los propios sueños. Bajo esta consideración parece luminosa la reflexión poética que el libanés – americano Kahlil Gibran, nos ha dejado en su célebre obra “El Profeta” y que les propongo como conclusión:
“Vuestros hijos no son vuestros hijos. Ellos no vienen de ustedes sino de la vida a través de ustedes. Y aun cuando estén con ustedes no les pertenecen. Les pueden dar vuestro amor, pero no vuestros pensamientos, porque ellos tienen sus propios pensamientos. Ustedes pueden dar alojamiento a sus cuerpos, pero no a sus almas, porque sus almas viven en la casa del mañana que ustedes no pueden visitar ni siquiera en el sueño. No deben esforzarse de ser parecidos a ellos ni pretender que ellos sean parecidos a ustedes. Ustedes son los cofres donde el divino Hacedor lanza a sus hijos sobre caminos de lo infinito”.
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Pensar y apropiar
Frente a todo esto recojo estos pensamientos que aspiro puedan nutrir su reflexión.
«Bienaventurado el que comienza por educarse antes de dedicarse a perfeccionar a los demás». (Anónimo)
«Instruye a tu hijo en su recto camino; ni cuando llegue a viejo se apartará de él». (Biblia, Proverbios, 22).
«Cada hombre, hasta su ultimo día, debe poner atención en educarse a sí mismo». (M. D Azeglio, I miet ricordi).
«El hombre comienza, en realidad, a ser viejo cuando cesa de ser educable». (A. Graf, Ecce homo, 186).
«Amigos míos, no olvides esto: no existen malas hierbas ni hombres malos; únicamente hay malos cultivadores». (V. Hugo, Los miserables, Capítulo I, 5, 3).
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