De Palmira a Cali son unos 50 minutos – sin trancón – para llegar a la zona verde, espacio destinado a eventos abiertos al público en la COP 16, que culminó este 1.° de noviembre. Desde ahí, para llegar a la urbanización El Aguacatal bastaron solo 10 minutos en taxi.
Loma arriba vamos, hacia el oeste, con un punto de referencia: El Gato del Río, obra del pintor y escultor Hernando Tejada, con la que ha dado identidad a la ‘sucursal del cielo’. La espesura de la vegetación y hasta un leve cambio del clima marcaron la travesía del equipo del Consejo Episcopal Latinoamericano y Caribeño (Celam) para conocer este ecobarrio, donde viven unas 300 familias.
Ana Bedoya nos recibe. Con pocos meses en la zona, un acento paisa delata su procedencia: “Me vine de Medellín”. Siempre soñó con vivir en un lugar así. Nos presenta a Adriana Garcés, presidenta de la junta comunal, y Felipe Loaiza, emprendedor y encargado del mercado campesino.
“El barrio tiene 39 años”. Así empezó el recorrido Adriana para llevarnos hasta las orillas del río Aguacatal, lugar sembrado de bambúes y donde una vez al mes arman el mercado campesino. También allí elaboran abono orgánico mediante pacas biodigestoras.
Se trata, en este caso, de aprovechar los desechos orgánicos de los alimentos, que se cubren en pequeñas pacas de hojas secas. La líder nos comentó que esta experiencia la aprendieron con Guillermo Silva, reconocido ambientalista colombiano, cuya técnica de prensado de residuos orgánicos le ha valido el título del “mago del bosque urbano”.
De este modo los vecinos del Aguacatal aplican este sistema que no deja malos olores ni contamina el suelo ni aire para producir su propio abono. “Esto lo usamos para las huertas comunitarias y las huertas familiares”, acotó Adriana.
Adriana también comentó que “se hacen composteras domésticas en las casas, con las que se fabrican abonos”. Esta es otra forma en la que usan canecas de pintura como filtros y extraen los lixiviados, un químico natural que usado en pequeñas proporciones sirve de fertilizante.
Economía solidaria
La urbanización El Aguacatal está inserta en el bosque. Ana, la paisa, toma la palabra. Nos explica que además de la producción de abono, los vecinos organizan una vez al mes un mercado campesino. “Se nos unen productores de zonas aledañas y también los pulgueros”.
La gente, inclusive, echa mano en casos excepcionales del trueque, por supuesto, venden sus productos y “lo mejor es que no hay intermediarios, cada quien puede producir las ganancias acorde a su esfuerzo con precios ajustados a la realidad”, dijo Ana.
Felipe Loaiza lleva desde la fundación del barrio. Explicó que en estas ventas se aplican todo tipo de economías. Aquí cada uno hace un aporte, toma conciencia del quehacer. “No solo se vende comida, también retazos para reutilizar, ropa de segunda mano, artesanías”. Es una vendimia integral, podría decirse en el que cada uno coopera en una relación “ganar-ganar”.
El valor de la siembra
En El Aguacatal “no todos están obligados a asumir este estilo de vida”. Es una regla básica que nos comenta Adriana, porque a lo largo de estos años “vecinos se han mudado o fallecido”. No quieren imponer a sus habitantes modelos, “cada quien lo hace a conciencia”.
En el caso de la Iglesia, hay una pequeña parroquia llamada Marie Poussepin, en honor a la religiosa fundadora de Hermanas de la Caridad Dominicas de la Presentación, regentada por la arquidiócesis de Cali.
Sigue el recorrido, esta vez sin Adriana, quien debía ir a un compromiso con su comunidad. Esta visita fue el 31 de octubre, cuando Colombia celebra el Día de los niños, una especie de carnaval con disfraces de todo tipo. En El Aguacatal estaban alistando la celebración también.
Llegamos a una de las tres huertas comunitarias en lo alto de la loma. Allí los vecinos cultivan lechuga, romero, maracuyá, albahaca, plátano,lulo, romero, menta, tomate, salvia, coca, guatama y lechuga. Cuentan con una estación de compostaje y recolección de aguas de lluvia, mediante un sistema de recolección que llega a cuatro tanques.
Aún cuando son sembrados a pequeña escala, “no son masivos”. Tanto Ana como Felipe nos aseguran que son prácticas que “nos recuerdan la importancia de la sostenibilidad”. Muchos de los vecinos se han animado a tener huertas en sus casas.
Es que a través del Servicio Nacional de Aprendizaje (SENA) unas 15 familias han sido capacitadas en técnicas de sembrado comunitario, recibiendo un pequeño incentivo para cultivar productos de consumo doméstico.
Todo este proceso les ha permitido tener mayor conciencia, puesto que “durante la fundación del barrio, sembramos árboles que después dañaron infraestructuras y algunas casas”, explicó Felipe.
Lucha desigual
Ya casi llegamos al final del recorrido. El clima está a nuestro favor. Nos topamos con un “triste contraste” al vislumbrar desde lo alto de la montaña: una mina. Felipe nos indicó que desde hace unos 20 años el Gobierno departamental ha dado concesiones mineras para extraer piedra y grava de la montaña.
“Hemos sido afectados por la contaminación sónica de las explosiones” y, por supuesto, los impactos ecológicos que en un futuro no lejano puede ocasionar, pues al detallar bien el cerro hay partes “raspadas, sin soporte, la montaña puede venirse abajo”.
También la falta de arborización pudiera afectar las zonas verdes del ecobarrio, por eso, luego de un litigio, se llegó a un acuerdo con las autoridades para que la concesión minera sea hasta 2030. Faltan unos 6 largos años, un mal con el que deben lidiar los habitantes de El Aguacatal.
La urbanización El Aguacatal podría decirse que es una comunidad en resistencia permanente. En medio de todo apuestan a una forma de vida diferente, “es una vocación comunitaria”, acota Felipe.
Mingas, juntanzas, diálogos de saberes, formación, compostaje, reciclaje, siembra. Actividades que promueven bienestar comunitario y cuidado de la casa común. Sí es posible. Pequeños pasos como los de El Aguacatal, hacen grande a la humanidad. En la sencillez, está lo extraordinario. Después de la caminata y en lo alto de la loma nos atrevimos a decir: “Alabado, seas”.
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