Por Rixio Portillo. Profesor e investigador de la Universidad de Monterrey
Una de las polémicas en la contemporaneidad gira entorno al uso del lenguaje; expresiones, géneros, plurales, son los puntos álgido de muchas de las discusiones sociales, y la mayoría pasa por alto que el lenguaje es patrimonio común, ejercicio colectivo, por lo que es la realidad compartida la que le dota de significados.
En otras palabras, la vida misma del lenguaje no solo está en el uso de expresiones, sino que éstas tengan un significado lógico, compartido y aceptado, por lo que necesariamente evoca a lo cultural y a lo social. En honor a la verdad, las cosas deben ser llamadas por su nombre.
El todo y la parte
En Latinoamérica sabemos de esto, pues existe la firme convicción de que los cambios son ante todo nominal, por la fuerza del decreto; pero lastimosamente no siempre es así. Los países, las instituciones, y hasta las personas creen que pueden cambiar de nombre, pero el asunto de la identidad es mucho más complejo.
Al término persona, — por ejemplo—, se le ha pretendido poner apellidos, adjetivos y obviamente calificativos, pero el único que realmente debería ser aceptado, es el de persona humana, porque cualquier otro sería reductivo y por ende, parcial e incompleto.
La persona humana es única, integral, trascendente, con una ‘unidualidad’, según Edgar Morin, por lo que no puede ser reducida a lo que come, a lo que gasta, a lo que consume, a lo que produce, ni a sus gustos y preferencias. Si algo de estas descripciones definen a la persona, ella es mucho más que eso.
En la iglesia también podría darse el nominalismo, un adjetivo no hace un ente más o menos inclusivo, el adjetivo ‘católica’ ya refiere la universalidad de su misión.
El centro del asunto es que pretendiendo ser inclusivo también se puede excluir, y pretendiendo ser general, puede llegar a hacerse totalitario, y ni lo uno ni lo otro.
El papa Francisco hace una reflexión que puede ayudar a comprender mejor la idea. Dice: “No es ni la esfera global que anula ni la parcialidad aislada que esteriliza” (FT, 145), es decir, ni un generalismo absorbente, ni un particularismo excluyente.
Menos palabras, pero mejor comunicación
En el tema del lenguaje otro aspecto que vale la pena considerar es la economía. Sí, así mismo, la economía del lenguaje, esas formas de expresión con las que se pretende decir todo con el uso preciso de las palabras.
Nuestra generación sabe suficiente de la economía del lenguaje; los emojis y stickers en las conversaciones por telefonía celular son un ejemplo de esto; ya no es necesario explicar que XD es una sonrisa o qué ;( es una expresión de tristeza, porque ya ha sido aceptado sin una mayor formalidad.
De allí que para el lenguaje también se aplique la norma en decir lo oportuno, lo necesario, lo pertinente, y no eufemismos reductivos y redundantes.
En un texto publicado recientemente insistí con la idea de rescatar el sentido real de la comunicación, que necesita del lenguaje. Retomar la perspectiva de alteridad, de dos o más, para que nuestras palabras no sean solo monólogos.
«La raíz etimológica de la comunicación ya propone esta difícil tarea, la de unir, poner en común, y generar sentido de comunidad. En términos de fraternidad: ayudar a que seamos ‘más cercanos los unos de los otros, a que percibamos un renovado sentido de unidad de la familia humana que nos impulse a la solidaridad y al compromiso serio por una vida más digna para todos’».
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