La solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo (Corpus Christi) es la «fiesta de la Eucaristía«, ese inmenso don que Jesús dejó a la Iglesia antes de morir. Cada vez que celebra la Eucaristía en el rito de la Misa, el sacerdote exclama tras la consagración del pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo: «¡Este es el misterio de la fe! Y los participantes aclaman: «¡Proclamamos tu muerte, Señor, proclamamos tu resurrección, mientras esperamos tu gloriosa venida!».
Misterio de fe
La Eucaristía es un «misterio de fe» muy rico en significado. En palabras de la oración del día de la solemnidad, la Eucaristía es «el sacramento del memorial» de la pasión de Cristo, cuando «amó a los suyos hasta el extremo» (Jn 13,1), hasta las últimas consecuencias, y se entregó a sí mismo, su cuerpo y su sangre y su muerte por amor a la humanidad. Siempre es un gran desafío para nuestra inteligencia explicar esta actitud extrema de Jesús en su pasión, que aceptó libremente como gesto de entrega y de amor «por los suyos que estaban en el mundo», y que al principio se llamó también «Cena del Señor» (Jn 13,1). Por eso, la comunidad eucarística exclama y aclama: ¡Misterio de la fe! ¡Qué sublime, qué profundo, qué divino misterio de fe!
Los Apóstoles comprendieron bien la petición de Jesús: «Haced esto en memoria mía todas las veces que lo hagáis» (Lc 22,19). La celebración de la Eucaristía, que en los primeros tiempos de la Iglesia se llamaba también «Cena del Señor», actualizaba lo que Jesús había hecho por la humanidad en su pasión, muerte y resurrección, y así la celebración proponía el encuentro con el mismo Resucitado, que había prometido: «Yo estoy con vosotros todos los días» (cf. Mt 28, 20). También hoy, al celebrar la Eucaristía, la Iglesia se reúne con Jesús, como lo hicieron entonces los discípulos, y recibe de Él una vez más la palabra de vida y el pan de vida. Él es siempre el Gran Sacerdote que, a través del celebrante y de la comunidad celebrante, eleva al Padre la adoración, la alabanza, la súplica y la acción de gracias. Él mismo sigue siendo el Pastor que exhorta y conduce a las ovejas a las fuentes de la salvación y de la vida.
Fuerza y vitalidad de la Iglesia
La Eucaristía contiene todo el bien de la Iglesia, porque ella es Cristo, con la riqueza de su Buena Noticia, sus dones y su gran promesa. Por eso, la celebración de la Eucaristía es el centro y la cumbre de la misión y de la vida de la Iglesia. De ella extrae toda su fuerza y vitalidad. Sin la Eucaristía, la Iglesia perdería rápidamente su referencia inseparable a Jesucristo y podría caer en la tentación de la autorreferencialidad, de convertirse en un fin en sí misma para ser, al final, una organización meramente humana, quizá una ONG religiosa, pero basada sólo en sí misma. Al celebrar la Eucaristía, la Iglesia crece en la conciencia de que ella misma forma parte de este «misterio de fe», como ha dicho la Iglesia: «La Iglesia hace la Eucaristía, pero es la Eucaristía la que hace la Iglesia» (Exhortación apostólica Ecclesia de Eucharistia).
Si se quiere saber qué es la Iglesia, hay que mirar con fe y tratar de comprender bien la comunidad eucarística. En la celebración de la Eucaristía aparece lo que es la Iglesia: la comunidad de los discípulos de Jesús, con Él, presidida por Él, escuchándole, profesando la fe, dando gracias, gloria, alabanza y adoración a Dios, pidiendo perdón y misericordia para la humanidad, alimentando la fe y enviando a los discípulos a la misión. La celebración de la Eucaristía es, pues, la «epifanía de la Iglesia».
Participar en la Eucaristía
Pero… ¡qué pena! Todavía son tan pocos los católicos que participan en la celebración de la Eucaristía, especialmente los domingos. ¿Será porque desconocen este don maravilloso? ¡Anunciémosles la Buena Nueva! ¿Es porque nunca han recibido una invitación alegre y convincente? Invitémosles con convicción, respeto y amor. ¿Es porque el estilo de nuestras celebraciones no corresponde a la grandeza y a la belleza del misterio que se celebra? Renovemos nuestras celebraciones a partir de una verdadera conversión ante «tan sublime Sacramento».
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Una de las orientaciones de nuestro Sínodo arquidiocesano consiste precisamente en “dar mayor valor al domingo, día del Señor y día de la Comunidad«, día de la Eucaristía. La tan deseada «comunión, conversión y renovación misionera y pastoral» pasa por una nueva valoración de la celebración de la Eucaristía dominical y, por supuesto, por una mayor participación del pueblo en esta celebración, a través de la cual recibimos la gran Bendición de Dios.
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