En el VI domingo del tiempo ordinario, Mons. Miguel Cabrejos, presidente de la Conferencia Episcopal peruana, recuerda que la Palabra Santa nos muestra el encuentro de Jesús con un leproso y la curación de una enfermedad que en aquel tiempo era repudiada y marginada socialmente, por considerarse «impura».
Un texto que afirma el obispo tiene un gran trasfondo histórico y teológico muy propio del Antiguo Testamento en el que se destaca «la escena evangélica donde Cristo instaura una nueva relación con los leprosos».
Al respecto explica que es muy importante ver como Jesús no huye de ellos, sino que se deja «mover de compasión» tiene «vísceras de ternura» ante la angustia del leproso, logra indignarse contra el mal y la marginación que sufrían. «Los leprosos eran excluidos de toda relación humana, social y religiosa. Jesús, en cambio, deja que se le acerque aquel hombre, se conmueve, incluso extiende la mano y lo toca», afirma.
Sin barreras
En estos gestos asegura el prelado, podemos entender como Jesús se hace cercano a nuestra vida «tiene compasión de la suerte de la humanidad herida, viene a derribar toda barrera que nos impida vivir nuestra relación con Él, con los demás y nosotros mismos».
Al respecto hay dos aspectos fundamentales a la hora de pasar esta Palabra por el corazón. En primer lugar, «Jesucristo no es indiferente a nuestro sufrimiento, Él se conmueve, extiende su mano y toca al leproso para curarlo. No se limita a palabras, sino que lo toca». Eso mismo hace con nuestra vida y dolores. En segundo término, está el «tocar con amor que significa establecer una relación, entrar en comunión, implicarse en la vida del otro, hasta el punto de compartir sus heridas”.
De hecho, el arzobispo de Trujillo menciona que «en todo el mundo, hay muchos hermanos y hermanas que sufren de enfermedades y condiciones a las que, lamentablemente, se asocian a prejuicios sociales y en algunos casos existe una profunda discriminación religiosa». Igualmente están los sufrimientos de los que nadie está exento y que más bien todos experimentamos a lo largo de la vida: «heridas, fracasos, egoísmos que nos cierran a Dios y a los demás». Entonces el obispo peruano insiste en que «Jesús nos anuncia que Dios no es una idea o una doctrina abstracta, sino aquel que se «compromete» con nuestra humanidad sufriente, y no teme entrar en contacto con nuestras heridas».
En busca del perdón
Así podemos constatar que Cristo, “extiende su mano” liberadora, llega al punto de “tocar” para transmitir la verdadera salvación. En esta misma perspectiva está el Salmo 32, que es un canto a la bienaventuranza del perdón: “Bienaventurado el hombre a quien se le ha absuelto la culpa y perdonado el pecado”.
Para Mons. Cabrejos aquí aparece el centro espiritual del texto, la confesión del pecado en el que se reencontraban las palabras bíblicas de la culpa. “Te he manifestado mi pecado, no he escondido mi error. Así la curación del leproso es interpretada como el signo de la liberación”.
De esta forma la liturgia llega a ser una reinterpretación de la lucha del leproso, un llamado a esperar en Él la liberación del mal. Confiar, poniendo en sus manos la propia vida interior como lo hicieron los creyentes de ese tiempo. “Señor, recuerda que te amo, no me dejes solo”.
Reconducidos al esplendor
La historia del leproso releída a la luz de esta oración es semejante a la del Salmo 38, donde un enfermo describe sus “heridas llenas de pus y mal olor”, pero luego se transforma. Es la lucha del pecador arrepentido que viene a ser purificado y reconducido al esplendor primitivo de la gracia.
Ejemplo de todo esto fue San Agustín, quien leía este texto entre lágrimas y encontraba paz y serenidad, sobre todo durante los últimos días de su vida, ahí encontró la certeza de que la misericordia de Dios es siempre superior a nuestra culpa.
«Pidamos al Señor la gracia de tener la valentía de salir de nuestro aislamiento y al igual que Jesús ser capaces de amar más allá de los miedos y prejuicios que podamos tener,» afirmó Mons. Cabrejos.
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Volver a Cristo
Reflexión que cierra confiando en que «volvamos a Cristo Salvador, con fe, esperanza y confianza como el hijo que se dirige al Padre». Un deseo que acompaña con un poema de la brasileña Edna Frigato.
“Benditos sean los que llegan a nuestra vida en silencio, con pasos suaves para no despertar nuestros dolores, no despertar nuestros fantasmas, no resucitar nuestros miedos.
Benditos sean los que se dirigen con suavidad y gentileza, hablando el idioma de la paz para no asustar a nuestra alma.
Benditos sean los que tocan nuestro corazón con cariño, nos miran con respeto y nos aceptan enteros con todos nuestros errores e imperfecciones.
Benditos sean los que pudiendo ser cualquier cosa en nuestra vida, escogen ser generosos.
Benditos sean esos iluminados que nos llegan como un ángel, como colibrí en una flor, que dan alas a nuestros sueños y que, teniendo la libertad para irse, escogen quedarse a hacer nido. La mayoría de las veces llamamos a estas personas «Amigos».
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