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Mons. Labaka y Hna. Inés: Papa León XIV aprueba el decreto que reconoce su ofrenda de vida - ADN Celam

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Mons. Labaka y Hna. Inés: Papa León XIV aprueba el decreto que reconoce su ofrenda de vida

El Papa León XIV autorizó la promulgación de los decretos que reconocen la ofrenda de la vida del obispo capuchino español Mons. Alejandro Labaka Ugarte y de la religiosa colombiana Hna. Inés Arango. Ambos murieron el 21 de julio de 1987 en Tigüino, en plena selva del Yasuní, mientras intentaban mediar entre el pueblo indígena Tagaeri y las empresas petroleras que invadían su territorio ancestral.

Hoy, la Iglesia reconoce que su muerte fue fruto de una entrega consciente y heroica: dieron la vida para que otros no fueran asesinados.

La ofrenda voluntaria de la vida por amor al prójimo

No se trata de un martirio in odium fidei (por odio a la fe), como en casos tradicionales, sino de una beatificación por “oblatio vitae” —la ofrenda voluntaria de la vida por amor al prójimo—, una vía canónica abierta por Francisco en 2017 con el motu proprio Maiorem hac dilectionem. Y Labaka e Inés son una de las primeras causas que transita este camino.

Su testimonio sigue vivo entre los pueblos amazónicos, que los recuerdan como defensores de la vida, los derechos y la cultura de los pueblos originarios.

Mons. Alejandro Labaka: el obispo con alma de misionero

Nacido en 1920 en Beizama (Guipúzcoa, España), Alejandro Labaka Ugarte ingresó al seminario capuchino a los 12 años. Ordenado sacerdote en 1945, su primera misión fue China. Expulsado en 1953 por el régimen maoísta, fue destinado a Ecuador, donde su vocación encontró sentido en la selva amazónica.

Tras varios años de labor pastoral en la sierra y costa ecuatorianas, fue designado prefecto apostólico del recién creado Vicariato de Aguarico, en la provincia de Orellana. Allí entró en contacto con los pueblos huaorani, entre ellos los tagaeri, que vivían en aislamiento voluntario. Con el paso de los años, su vocación misionera se profundizó. Participó en el Concilio Vaticano II, que dejó una huella imborrable en él, especialmente por el decreto Ad gentes, sobre la misión de la Iglesia. En su diario personal, Crónica Huaorani, escribió: “Descubrir con ellos las semillas del Verbo, escondidas en su cultura y en su vida”.

Nombrado obispo en 1984, Alejandro no se dejó atrapar por las estructuras eclesiásticas. Optó por la cercanía con las comunidades indígenas, caminando con ellas, aprendiendo su idioma, respetando su cosmovisión. A medida que las tensiones con las empresas petroleras se intensificaban, él se convirtió en mediador, en un puente entre culturas enfrentadas por intereses opuestos. Su opción fue la de proteger la vida indígena.

Hna. Inés Arango: una misionera con alma amazónica

Inés Arango Velásquez nació en Medellín, Colombia, en 1937. Ingresó a los 17 años a la Congregación de las Hermanas Terciarias Capuchinas de la Sagrada Familia, dedicándose inicialmente a la docencia.

Su anhelo misionero, inspirado por los documentos del Concilio Vaticano II, la llevó finalmente a la selva ecuatoriana en 1977. Llegó a Nuevo Rocafuerte como parte del equipo misionero de su congregación y asumió diversas tareas pastorales y sociales: catequesis, promoción humana, salud, organización comunitaria.

Junto a Mons. Labaka compartió el ideal de una Iglesia encarnada en la vida de los pueblos originarios. Conocía bien la amenaza que pendía sobre los tagaeri, y, como escribió la noche anterior a su martirio, sentía que era su deber “estar allí”, aún a riesgo de su vida.

“Si no vamos nosotros, los matan a ellos”

Esta frase, atribuida a Mons. Labaka, se convirtió en el eco de su opción final. En julio de 1987, ante los crecientes enfrentamientos entre trabajadores petroleros armados y el pueblo tagaeri, el obispo decidió ingresar en su territorio para evitar una masacre. Le acompañó la hermana Inés. El 21 de julio, un helicóptero los dejó en un lugar acordado.

Al día siguiente, sus cuerpos aparecieron atravesados por lanzas y flechas. Murieron como vivieron: fieles a su misión y al Evangelio, sin imponer, sin armas, sin violencia, con la sola fuerza del amor.

La hermana Inés, antes de partir, dejó una carta que parecía un testamento. Sabía del riesgo. Ambos habían optado conscientemente por proteger a los últimos, a los invisibles de la historia, aquellos que muchos consideraban obstáculos para el “desarrollo”.

Memoria viva en la Amazonía

Hoy, la memoria de Mons. Labaka y de la hermana Inés sigue viva en el Vicariato Apostólico de Aguarico. Julián Echevarría Morales, sacerdote de la región, afirmó en un artículo de Vida Nueva, que sus figuras son testimonio para los misioneros que sirven en esta tierra: “La misión es y será el lugar para encontrar las semillas del Verbo”, recuerda, evocando el espíritu del obispo capuchino.

Ambos se enfrentaron a un contexto complejo: la Amazonía convertida en botín económico, la expansión de empresas petroleras sobre tierras ancestrales, la violencia sistemática contra pueblos indígenas. Pero su respuesta no fue la confrontación armada ni el silencio cómplice, sino el diálogo, la presencia, el amor incondicional.

Hoy sus tumbas están en Coca, pero su ejemplo de vida atraviesa fronteras. Su muerte es símbolo de la lucha por una Amazonía con rostro humano, donde la fe se hace cultura, y la misión, ofrenda.

Testimonio actual y profético

En tiempos donde la defensa de la casa común y de los pueblos indígenas es una urgencia ética y pastoral, los testimonios de Mons. Labaka e Hna. Inés resuenan con fuerza. Su causa de beatificación no es solo un reconocimiento eclesial, es también una denuncia profética contra la lógica extractivista y colonial que aún amenaza territorios sagrados y pueblos originarios.

Francisco lo ha dicho en Querida Amazonía: “Los misioneros han sido los que han luchado por preservar las culturas indígenas”. Y también: “Ser misionero no significa hacer proselitismo, sino estar con ellos, amarlos, escuchar su sabiduría”. Así vivieron y murieron Alejandro e Inés. Así los recuerda la Iglesia.

Con la promulgación de estos decretos, el camino a los altares se abre formalmente. Pero para muchos, en la selva, en los ríos, en las comunidades indígenas, ya son santos, ya son intercesores, ya son testigos.

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