Al aproximarnos al diagnóstico de la situación social que ha dejado la pandemia en los pueblos de América Latina y el Caribe, lo que primero aparece es una más extendida experiencia de fragilidad humana. Una de las maneras en que se expresa esta fragilidad es en el aumento y la profundización de la situación de pobreza que acompaña de manera crónica a nuestros pueblos. Más de 200 millones de latinoamericanos están hoy privados de recursos de mínima subsistencia, afectando sus capacidades de desarrollo humano e integración social.
La pandemia por el COVID-19 ha sido un evento más en una larga historia de pesadillas sociales que golpean a nuestros pueblos. Las deudas sociales en nuestra región crecen con cada crisis económica, política o sanitaria, al mismo tiempo que se amplían las brechas de desigualdad social. Por lo mismo, con cada ciclo de recuperación ya no se vuelve al mismo punto de partida, quedan rezagados en el camino una nueva capa de descartados.
Actualmente esto se manifiesta en más familiares con ingresos que no cubren la mínima subsistencia, en más trabajadores pobres, desocupados o precarizados, en más personas sufriendo hambre o mal nutridas, en más niños y adolescentes desescolarizados o con menores aprendizajes, en más hacinamiento y deterioro social del hábitat residencia, entre otros signos. Lamentablemente, es evidente que no salimos mejores de la pandemia.
Pero nuestras pobrezas son en realidad de una naturaleza más estructural. Las sociedades latinoamericanas acarrean problemas sociales desde hace mucho: campesinos sin tierra, familias sin techo, trabajadores sin derechos, personas con su dignidad atropellada. Nuestros sistemas económicos se desenvuelven generando excluidos y agotando recursos naturales.
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