“El mayor entre ustedes será el que sirve, porque el que se eleva será humillado, y el que se humilla será elevado”. (Mt 23,12)
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La tendencia natural de todo ser vivo es “aumentar”, para ser más que antes y más que otros. Queremos “crecer” en tamaño cuando somos niños y reducirnos cuando tenemos sobrepeso, “acumular” bienes para sentirnos importantes e invencibles, “exhibir” títulos académicos u honoríficos, y “manipular” a los demás para flotar en las aguas turbulentas de la apariencia social.
Uno de los efectos de la pretensión de ser más que otros, es que los demás se sienten pisoteados por los poderosos, fuertes, supercapaces, santurrones o exitosos. ¡Qué triste crecer a costa del decrecimiento de otros! ¡Qué terrible es el sufrimiento de quienes no tienen nada, mientras miran el despilfarro de otros! ¡Qué patógena espiritualidad la de quien revictimiza a los alejados, espantados y culpablizados!
Aplastar a los demás para sobresalir, además de no ser cristiano, solo consigue humillar, ningunear y -potencialmente- la violencia social, institucional y eclesial. Los abismos sociales entre los que tienen (bienes, prestigio o santidad) y los empobrecidos por el sistema o por su condición, es un escándalo social y evangélico. !Qué poca autovaloración tiene, quien necesita revalorarizarse denigrando a los demás!
La sentencia de Jesús es contracultural y reconstructora: “servir” para que los demás se sientan personas con toda dignidad; “abajarse” para estar a la altura de los que caminan a ras de suelo; “humanizarse” para que el mundo prefiera lo solidario sobre lo exitoso; “compartir” lo que se tiene para que todos tengan algo que compartir, y ser “humilde” en la manera de ser-hablar-vestir-actuar para que nadie se sienta humillado…
Cuando el Evangelio se escucha-vive-anuncia con actitudes y acciones “humildes”, seguro que será Buena Noticia para la creación y para todo el género humano, infectado con el virus de la prepotencia, el exhibicionismo y la discriminación, sabiendo… que el que se autoeleva será humillado (Cfr. Mt 23,12).
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