El más pequeño en el Reino de los cielos, es todavía más grande que él» (Mt 11,11)
Juan Bautista fue un punto de referencia en la sociedad judía de hace dos mil años, que cuestionaba a algunos personajes poderosos como Herodes o César o a los mismos saduceos. La significatividad de un profeta no se mide por la popularidad masificada ni por la aceptación institucional, sino por la propuesta alternativa que cuestiona el status-quo e inicia un camino de esperanza con novedad humanizadora.
Ante la irrupción de liderazgos mediáticos, vacíos de contenido y llenos de espectacularidad, nos podemos preguntar si nuestras comunidades están cayendo en el marketing religioso, la ortodoxia intransigente, el populismo bonachón, la dureza de corazón o el inmovilismo restauracionista. Nada de esto tiene que ver ni con Juan Bautista, ni con Jesús de Nazaret ni con la urgencia del Reino de Dios, que se abre paso en la selva de nuestras confusas comodidades.
Quizá necesitamos más profetas y menos aduaneros, más místicos y menos piadosismos, más hermanos y menos jerarcas, más acompañantes y menos conferencistas, más sencillez y menos apologismo… de hecho, necesitamos más Evangelio, esperanza, parresia, alegría, metanoia y ternura…
En nuestro ambiente de incertidumbre -mezclada con miedo e inmediatismo- buscamos soluciones rápidas y mesianismos facilones, aunque también preguntamos a los “juanes bautistas” de hoy: “¿Eres
Tú el que ha de venir, o tenemos que esperar a otro?” (Mt 11,3). Y la respuesta no puede estar llena de demagogia o de ideologías religiosas, sino de prácticas samaritanas (cfr. Mat 11,5) llenas de cercanía, solidaridad y sinodalidad, de tal manera que sean evidentes, además de convincentes.
De hecho, en la caminata de nuestra fe, vamos descubriendo la grandeza de los pequeños y la semilla del Reino.
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