“Llamó a los Doce y comenzó a enviarlos de dos en dos, dándoles poder sobre los espíritus impuros” (Mc 6,7)
“¿Por qué y para qué vivo?”… es una pregunta existencial de los adolescentes, de los jóvenes… y de quienes en cualquier ámbito espacial, temporal, institucional o religioso… no se conforman con el paso de los minutos y el consumo de la vida. Es la pregunta por la vocación existencial y por la misión esencial de nuestras vidas.
Jesús recibe la vocación del “Padre del Reino”, que le considera Hijo Amado, y es enviado al “Reino del Padre”, como Señor y Salvador de toda persona y toda la creación (su misión). El Nazareno hace un proceso vocacional y un camino misionero que le da identidad y pertenencia, más allá de la admiración o rechazo de los demás.
También cada uno/a hemos sido llamados/as a seguirle como discípulos/as y a proseguir su misión de acompañamiento, cuidado y sanación de los “heridos”; de libertad y alegría con/entre los “sometidos”; y de entrega y osadía como los “profetas”. Pero siempre, aunque cueste, en-con la “fraternidad” de los caminantes, abandonando la solitariedad, yoísmo o autorreferencialidad estéril.
No somos meros transmisores de una cultura religiosa o de una práctica cultual, y menos aún podríamos ser los peones que sostienen un sistema abusivo que acrecienta el dolor o aumenta el número de damnificados del ecocidio, el empobrecimiento, la manipulación religiosa o la violencia. Porque la “misión de Jesús” no consiste en ganar prosélitos aduladores con vistosos ropajes, sino sencillos profetas de la esperanza y del cuidado, que no quieren ser espectadores, sino decididos expulsadores de los malos espíritus que producen o consienten injusticia, abuso o indiferencia.
Hace falta algo más que buena voluntad para sostenerse en la vocación de discípulo-misionero. Nos hace falta el Espíritu de Jesús que expulse, de nuestras vidas, los malos espíritus del quemeimportismo cómplice.
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