“Ella dará a luz un hijo, a quien pondrás el nombre de Jesús, porque él salvará a su Pueblo de todos sus pecados” (Mt 1, 21)
La fe no es un concepto abstracto, o la posibilidad de que algo llegue a suceder, o la simple referencia a un ser superior y trascendente. La fe es una respuesta de amor al amor recibido, que vincula existencialmente a una persona con otra.
La “fe” no es lo mismo que creencia, religiosidad, deseo, filosofía, refugio o mito; así como el “amor” no solo es sentimiento, caricia, palabras, placer, promesas o sexo. La fe es el amor pleno recibido y entregado, así como el amor es la fe plena en la persona con quien existe identificación y con quien se fragua su identidad.
El amor y la fe tienen nombre de persona. Es quien salva -Jesús-, quien se acerca -Enmanuel-, quien comparte su alegría -María-, quien acompaña -José-, quien da esperanza -Isaías-.
El amor salva a quien lo vive y la fe salva al pueblo que espera un por/qué-para/qué vivir con sentido, más allá del horizonte y más acá de su cotidianidad.
Cuando pasamos de las ideas al amor y de las ideologías a la plena humanización, ya estamos entendiendo el valor de la fe y la salvación intraterrena, integral, encarnada, liberadora, desbordante de ternura, alegre y trinitaria. ¿Acaso seguimos repitiendo que la fe consiste en creer en lo que no se ve, cuando necesitamos ser testigos del amor del Padre en el Niño de Belén, en el misionero de Galilea y en el resucitado del Universo?
San José Carpintero nos invita a seguir el itinerario de la fe, que parte de la “duda” ante la perplejidad de lo divino; “discierne” con la luz del Espíritu Santo; “decide” de manera consciente y comprometida; adquiere una sana “disponibilidad”; y actúa con suma “discreción” sin protagonismo personal, porque el único que salva es Jesús.
“Acoger juntos a Dios que viene a nuestro encuentro”, es la expresión más sublime de sinodalidad del Padre-Hijo-Espíritu, y es la fuente de la más sana espiritualidad de los sencillos.
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