Jesús estaba a punto de partir, cuando un hombre corrió a su encuentro, se arrodilló delante de él y le preguntó: «Maestro bueno, ¿qué tengo que hacer para conseguir la vida eterna?»” (Mc 10,17)
Hay preguntas existenciales que mucha gente prefiere no hacer, por miedo a no saber contestarse, o por el riesgo de toparse con su propio sinsentido. Con todo, el ser humano debería saber “de dónde viene, a dónde va, cómo vive y a quién ama”. Preguntas existenciales que podemos dejar sin contestar o esperar que los algoritmos, la inteligencia artificial, los coaches, los gurús de moda o el panconsumismo nos digan quiénes somos, qué queremos y cómo contentarnos.
Otra cosa es hacer esa pregunta al mismo Jesucristo, en el trajín de la vida: “¿qué tengo que hacer para conseguir la vida eterna?”. Quizá exprese la búsqueda de una estrategia, una motivación o un objetivo. O quizá es un planteamiento sobre la impotencia humana para ser realmente feliz, la incapacidad de la “religión de siempre” para dar respuestas a preguntas actuales, y la necesidad de trascendencia, que no pasa por el estómago ni el bolsillo ni la cosmética.
La vida es don, tarea, cruz y arte… que requiere algo más que espíritu de conquista, confianza inactiva, reivindicación justificada o deseos religiosos. La vida plena -llena de sentido- hay que cuidarla, protegerla, entregarla y agradecerla -siempre-, mirando los “ojos” de las personas cercanas y no tanto el “espejo” de los logros o fracasos propios.
¿Acaso aspiramos a ser felices gracias al “tener” sin compartir, al “poder” sin servir, al “disfrutar” sin generosidad o al “creer” sin amar?.
Además de bienes, afectos, metas, prestigio… ¿hemos recibido la “sabiduría” que nace del amor, se desarrolla en la contemplación, se comparte en la misión y se plenifica en la samaritaneidad? o… ¿seguimos jugando a la piñata de la vanidad ansiosa?
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