«Andaba por toda Galilea, enseñando en las sinagogas y proclamando la Buena Nueva del Reino de Dios y curando a la gente de toda enfermedad y dolencia” (Mt 4,23).
Encerrarnos en nuestros espacios seguros y en nuestros búnkeres religiosos no es un síntoma de salud discipular y tampoco fortalece nuestra vocación misionera. La mirada narcisista a nuestras (im)perfecciones nos impide descubrir la realidad sufriente de las personas depresivas, desorientadas, violentadas, manipuladas, empobrecidas y con las manos extendidas para que alguien les pueda levantar.
Mientras nos reconcentramos en nuestras necesidades personales o institucionales, nos estamos perdiendo la oportunidad de ser “misioneros” del Reino y “profetas” de la esperanza. Jesús nos ha llamado -desde el bautismo- a “escuchar, sanar, vivir y anunciar” el Reino de la misericordia, justicia, fraternidad y alegría, especialmente para quienes son víctimas de la violencia, injusticia, resentimiento y tristeza.
La condición psico-somático-espiritual del ser humano nos invita a dejar toda fragmentación personal y comunitaria, para vivir la “conversión integral” que nos hace saludables, felices y dialogantes con todo y todos/as quienes nos rodean, más allá de nuestros guetos ideológicos o religiosos. Porque el Reino de Dios no tiene fronteras ni aduanas que nos aíslan, sino bienaventuranzas para todos/as, especialmente para quienes están necesitados de Buenas Noticias.
¿Cómo curar las dolencias físicas sin atender las causas emocionales, o viceversa? ¿Cómo sanar la dimensión espiritual sin redimir las relaciones con el propio cuerpo y con las otras personas? ¿Se puede ser discípulo de Jesucristo separando el cuerpo del espíritu o aislando las piedades de las relaciones interpersonales?
Sentipensacer cristianamente incluye el “perdón y la curación” de todas las personas, en todos los “caminos” de la vida y mientras “seguimos” al mismo Jesucristo.
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