“Y salió el muerto. Tenía las manos y los pies atados con vendas y la cabeza cubierta con un sudario. Jesús les dijo: Desátenlo y déjenlo caminar”. (Jn 11,44)
La realidad de nuestras comunidades y de nuestra sociedad nos podría envolver en el pesimismo, desilusión, impotencia e incertidumbre, porque las grandes expectativas se desvanecen (cfr. Lc 24,21). Los objetivos que nos hemos propuesto y el ilusionismo populista de nuestros dirigentes (políticos, culturales y eclesiales) necesitan pasar por el tamiz del Espíritu y por el filtro del humanismo integral.
Por eso, resulta reconfortante reconocer -con Ezequiel- la fidelidad de Dios que saca a su pueblo de las tumbas y le da su Espíritu de vida, amor, esperanza y alegría (cfr. Rm. 08), venciendo la injusticia y el maltrato, como expresa el Salmo 129. De hecho, no estamos abandonados a nuestra suerte ni nos resignamos al mal olor de la muerte, corrupción, injusticia, manipulación o acedia mediocre. Porque la marca de identidad del cristiano es la esperanza y la alegría, por encima de toda resignación pasiva.
Así como el Dios de Moisés no es ni ciego ni sordo a la opresión de su pueblo, tampoco Jesucristo permanece impasible ante la enfermedad, muerte y desaliento de la comunidad de Betania -y de todas las personas y comunidades cristianas de hoy- porque “se acerca, se conmueve y ora, para actuar”. Es lo que hacen tantos samaritanos de hoy cuando “ven” al pobre invisibilizado, se “acercan” al herido sin miedo, corren riesgos por ser “misericordiosos”, y aplican estrategias “sanadoras” y reparadoras con las víctimas.
La porción de muerte que existe en nuestra vida (Lázaro), el liderazgo comunitario (Marta) y la reafirmación de nuestra fe (María) que dan identidad a las comunidades cristianas, ha de estar dinamizada por los cuatro pedidos de Jesucristo.
En primer lugar: “quitemos la piedra” de la muerte y de la resignación que nos mantiene en los sepulcros de la inoperancia religiosa. Acojamos -en segundo lugar- el pedido de “salir fuera” de nuestras zonas de confort que huelen a incienso podrido o a piadosismo narcotizado. Demos el paso -tercero- de “desatar/nos/les” de todo lo que nos esclaviza, comenzando por la mediocridad inmovilista o el restauracionismo eclesial, así como por las relaciones violentas e injustas. Y, haciendo caso al mismo Cristo -en cuarto lugar-, caminemos y “dejemos caminar” a los demás, sin aduanas religiosas, sin zancadillas afectivas y sin leguleyadas condenatorias.
Uno de los modos de afrontar estos desafíos será “incrementar la formación en la sinodalidad para erradicar el clericalismo” (AELC, 5), favoreciendo la participación corresponsable y la valoración de los diversos carismas en la toma de decisiones en los distintos espacios eclesiales.
No permitamos que nada ni nadie nos paralice en el seguimiento de Jesucristo, pero tampoco nos creamos la élite dominante que vive rechazando a los pobres y sencillos que viven las bienaventuranzas del Reino.
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