De nuevo les dijo Jesús: La paz esté con ustedes. Como el Padre me ha enviado, así también los envío. Después de decir esto, sopló sobre ellos y les dijo: Reciban el Espíritu Santo. (Jn 20,21-22)
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Lo metahumano es un invento de quienes no quieren mirar de frente su propio rostro ni el de los demás, y pretende soñar con lo irreal, para no vivir el dolor de la guerra, el sicariato y tantas violencias (familiares, sociales y eclesiales), ni tanta traición (política, conyugal o informativa).
Lo mundano nos lleva por caminos tortuosos (dibujados de paraíso) donde no se pronuncia el “nosotros” sino el egocéntrico “yo” o el acusatorio “tú”. Son caminos de facilismo, placer, cantidad, exitismo o forofismo. Lo mundano nos arrastra hacia el abismo de la deshumanización con la máscara del éxito.
Una evidencia de la mundanidad y lo metahumano es el drama de muchas fronteras (geográficas, económicas, culturales y existenciales), que nos deberían llevar -por ejemplo- a “acoger, proteger, promover e integrar a las personas migrantes y refugiados” (AELC 14), no solo para acompañar la defensa de sus derechos, sino tratando de erradicar las causas y afrontar las consecuencias de toda movilidad humana forzada.
Jesús no ofrece comodidad, soluciones mágicas ni triunfalismo, sino la “capacidad y competencias” para dar respuestas divinas a la humanidad y respuestas humanizadoras a los conflictos de hoy y de siempre. Nos da la “paz”, fraguada con el perdón; nos da el “Espíritu” que es consuelo y verdad; nos contagia de “alegría”, que es vida y gratuidad… es decir, se nos da Él mismo.
Y precisamente para eso nos hace misioneros/as, para ser personas de reconciliación, paz y alegría, tan imbuidos del Espíritu que somos fermento de transformación y de esperanza, sin obsesiones de pertenencia ni apologismos inútiles.
¡Acojamos el “don del Espíritu”!. ¡Contagiemos paz! ¡Compartamos el perdón y disfrutemos de la misión!
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