”Mientras tanto, Jesús crecía en sabiduría, en edad y en gracia, ante Dios y ante los hombres”. (Lc 2,52)
Las “cantidades” de tamaño, dinero, propiedades, títulos, cualidades, oraciones, likes… o cualquier cosa medible… es parte de la verificación del éxito o fracaso, bienestar o pobreza. Lamentablemente, esto se aplica a nuestras relaciones inter.. personales, nacionales, económicas, religiosas… y nos deja en meros “objetos” de contabilidad, en lugar de tratarnos como “sujetos” de fraternidad.
El crecimiento integral, a nivel personal o comunitario, como podemos contemplar en la vida de la familia nazarena, es bien distinto. Pasa por la “sabiduría, la edad y la gracia”. Porque una cosa es vivir y otra es saber vivir con sentido, con estilo y con sabor. No es lo mismo “crecer” en edad cronológica -o en tamaño físico- que pasar… de vivir pidiendo (infancia), a estar protestando (adolescencia), proyectando (juventud), construyendo (adultez), agradeciendo (ancianidad) o encarnando (navidad)… en cualquier etapa de nuestra existencia. Porque lo que ayuda a crecer humanamente es el amor recibido y donado, y lo que nos ayuda a crecer cristianamente es la alegría del discipulado misionero.
Para crecer en humanidad hay que decrecer en estupidez, no sea que el ansia de sobresalir nos lleve por caminos de abuso, muerte, corrupción o teatro religioso. De hecho, la humildad es el camino de la gracia, que valora y agradece lo esencial -sin ponerle precio- con la gratuidad del amor y con la sencillez de Nazaret.
De esta manera, podremos superar el absurdo masoquista de los dualismos, especialmente entre lo divino y lo humano, lo corporal y lo espiritual, lo del cielo y de la tierra… Dado que el que ha decidido hacerse uno de nosotros y compartir nuestra realidad -”habitando entre nosotros”- ha roto todo dualismo, porque Dios es Hombre, el de arriba está abajo, el espíritu se ha hecho carne y la gratuidad ya no tiene costo alguno. Sencillamente se nos ha devuelto -”por si la habíamos perdido”- la posibilidad de ser felizmente sobrios, amorosamente alegres, profundamente fraternos y esperanzadamente testigos -o “manueles”- de la vida de Dios con nosotros.
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