Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él. (Jn 3,17)
Los vértices de un triángulo pueden tomar cualquier posición, sin que -necesariamente- alguno esté arriba, abajo, a la izquierda o a la derecha. Porque la Trinidad no requiere jerarquizaciones, sino relaciones simétricas, interdependientes, diversas y -todas- necesarias. ¡Qué hermosos son los corazones que se aman, se expresan y comparten la misión!
Entre los pilares de nuestra fe, podemos mencionar la tríada vida-amor-alegría que definen a la misma Trinidad, son las expresiones de la sinodalidad y los objetivos del seguimiento a Jesucristo pobre, crucificado y resucitado (que, además de cruz, es triángulo de salvación).
Dejamos de ser cuadriculados para vivir en la diversidad poliédrica. Superamos los dualismos y las polarizaciones, para disfrutar de la comunidad construyendo la fraternidad. Nos desesclavizamos del doctrinalismo para caminar y volar por el universo del amor responsable. Nos formamos para ser más humanos y más hermanos y -existencialmente- más trinitarios.
Dejamos las tendencias judaizantes de nuestro cristianismo, que coexiste con el puritanismo, la meritocracia, la retribución, el moralismo culpabilizante, el odio a los enemigos y -quizá- refugiados en guetos religiosos. Salimos a las periferias trinitarias, arriesgando la vida para que el mundo tenga más vida; amando -con gratuidad- para vencer al miedo y a la violencia; contagiando la alegría del Evangelio que disipe los nubarrones del pesimismo.
La Iglesia y cada una/o de las/os seguidoras/es de Cristo no estamos para maldecir al mundo, condenar a los malos y excluir a los diferentes… sino todo lo contrario: estamos compartiendo -con el mundo- toda la fuerza del Espíritu, todo el amor de Cristo y toda la vida del Padre.
Nos toca elegir: ¿somos fiscales y jueces del mundo? o ¿somos trinitarios que -a todos- damos vida?
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