“Y el pan que yo les voy a dar es mi carne para que el mundo tenga vida». (Jn 6,51)
La voluntad del Padre, la opción del Hijo y las obras del Espíritu Santo consisten en que “el mundo tenga vida” y “vida plena”. Porque todo lo que es de Dios y viene de Dios… es vida, y todo lo que trae muerte -en cualquiera de sus manifestaciones- es antihumano, o sea es antidios.
La fe no es resignación ante el dolor y la muerte, y menos aún la justificación de lo que daña la vida por otros intereses, ideologías, culturas o religiosidades. La fe que no da vida no es fe, es manipulación.
Dado que la necesidad y el deseo marcan nuestras reacciones y decisiones, es importante que la sobrevivencia esté garantizada, para que la vida esté dignificada. Porque comer, descansar, cuidar, proteger, valorar, amar… no se reducen a acciones puntuales sino a procesos vitales que dan sentido y plenitud.
En nuestra vida, ¿buscamos algo más que sobrevivir? ¿En nuestras relaciones: vivimos la entrega o “estamos a la defensiva”?
Porque no podemos caer en la lógica de la inmediatez, para conseguir “pan para hoy y hambre para mañana”, ya que -eso- nos dejaría a la intemperie de la manipulación populista, del asistencialismo deshumanizante o de la cultura del descarte. Y eso no es lo propone Jesucristo, por el contrario, es lo que le lleva a expulsar a los mercaderes del templo y a samaritanizar el culto religioso.
Lo que compartimos en la familia, comunidad, liturgia, sociedad y casa común… ¿genera “vida”, para que todos tengan vida?. Lo que compartimos de la fe en los ámbitos sociales y eclesiales… ¿es la “carne” de Jesucristo o la “piel” de los ritos?
Si el “amor” es más fuerte que la muerte, y la “vida” es más definitiva que las ideologías, la comunidad cristiana evitará aduanizar la fe y enfriar el profetismo, porque “el seguimiento encarnado” es el mejor testimonio de Cristo Vivo, para que “el mundo tenga vida”.
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