Una Iglesia pobre para los pobres. Este fue el llamado del papa Francisco al comienzo de su pontificado hace ya más de nueve años. Los pobres, en el centro, tal y como le reivindicó momentos antes de salir al balcón de San Pedro el cardenal Cláudio Hummes. La Iglesia en América Latina y el Caribe tiene claro que hoy sigue siendo necesario ahondar en la opción preferencial por los pobres, para que esta no se quede en mera teoría o en una solidaridad que dure lo mismo que el gas de una Coca-Cola. La opción preferencial por los pobres debe impulsarnos, como discípulos misioneros, a buscar nuevos caminos para responder a todas las pobrezas.
No es extraño que en el Documento de Aparecida, del que se cumplen 15 años, se cite a los pobres en más de 100 ocasiones; tampoco que la Asamblea Eclesial tenga entre sus desafíos pastorales “escuchar el clamor de los pobres, excluidos y descartados”.
La pandemia del COVID no ha hecho más que aumentar las desigualdades que marcan, tristemente, al continente y que mantienen en situación de pobreza a millones de personas. Por eso, la Iglesia tiene no solo la misión de ser anuncio, sino también denuncia como abogada de la justicia y de los pobres que es, además de ser también su casa. Como cristianos, no podemos ser ajenos a los sufrimientos de los más vulnerables, que muchas veces son pobrezas escondidas, ya que esta no tiene un solo rostro y hoy también debemos poner el foco en los migrantes y refugiados, las víctimas de la violencia, las víctimas de la trata, la soledad de los ancianos, los niños explotados o los indígenas y afroamericanos.
En la Iglesia que seguimos construyendo como Pueblo de Dios no podemos dejar al margen la promoción integral de los más vulnerables, pues solo con ellos podemos ser un continente de esperanza.
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