Hemos llegado a la segunda semana de Adviento y la Palabra Santa nos dice: «Consuelen, consuelen a mi pueblo, háblenle al Corazón, dice su Dios, ha terminado su esclavitud, su iniquidad ha sido descontada porque recibió de la mano del Señor doble castigo por todos sus pecados. “Una voz grita en el desierto, preparen el camino del Señor, prepárenlo para nuestro Dios. ¡Sube a una montaña alta, tú que traes alegres noticias a Sion! (Is 40).
El Evangelio dice también, “preparen el camino del Señor, enderecen sus senderos” – así se presentó Juan el Bautista a bautizar en el desierto. Él predicaba: “Después de mí viene uno que es más fuerte que yo, ante quien yo no soy digno de inclinarme para desatar las correas de sus sandalias. Él los bautizará con el Espíritu Santo” (Mc1).
El camino sagrado
Las lecturas del Profeta Isaías y del Evangelio de San Marcos, de la liturgia de hoy están unidas. Ambos textos presentan la figura de un heraldo a la llegada del Señor, para Isaías es el mismo profeta y para San Marcos, es Juan el Bautista. El profeta Isaías, es un mensajero. Él lanza un mensaje que resuena entre las ruinas de la Ciudad Santa demolida por los babilonios en un trágico día del 586 a.C. y en la misma Babilonia, donde los hebreos exiliados, ven perfilarse en el horizonte, la posibilidad de iniciar un gran retorno al antiguo hogar de Israel, en la tierra prometida a los padres.
El anuncio profético, abierto por la palabra de coraje y esperanza (“¡Consuelen, consuelen!”), se refiere a un compromiso preciso. La prueba ha terminado, ha habido un “doble castigo” por lo que los crímenes de Israel han sido totalmente expiados, el capítulo de “culpa” ha sido cerrado. Dios vuelve ahora a caminar con su pueblo. Es necesario seguirlo como un “camino sagrado”, un camino perfectamente recto y llano: que partirá de Babilonia, pasará por valles y colinas y llegará a Jerusalén.
Sobre este camino de esperanza y de alegría, como en el antiguo éxodo de Egipto, marchará delante el Señor, como el gran Pastor de Israel y, detrás de él, como un rebaño, todo el pueblo elegido. Es necesario dejar atrás con decisión el pasado, los dolores y la esclavitud y correr hacia la libertad, hacia el nuevo día por vivir, recorriendo quizá un camino áspero pero que a nuestros pies les parece plano como un “camino sagrado”. Y aquí estamos ahora, para escuchar la voz del otro heraldo, el Bautista. Es como un puntero que se dirige hacia la entrada decisiva del Señor en las calles del mundo. De hecho, es en Cristo donde se actúa la suprema presencia de Dios entre los hombres.
Obras eficaces
Las palabras del Bautista quieren delinear el rostro de Jesucristo, expresado en el título del Evangelio de San Marcos, “Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios”. Sobre las palabras del Bautista, delineamos la fisonomía de Cristo Nuestro Señor.
Él es el “grande y fuerte” por excelencia y este es un título que la Biblia reserva, ante todo, a Dios, cuyas obras son eficaces y no utópicas y caducas como las del hombre: “Tú eres un Dios grande y fuerte: te llamas Señor del universo. Tus decisiones son magníficas y tus acciones poderosas. Te fijas en los comportamientos de los hijos de Adán para pagar a cada cual según su conducta. Conforme merecen sus acciones”, escribe el profeta Jeremías (32, 18-19).
Cristo es también el soberano de la historia, como sugiere la imagen de desatar las sandalias: este gesto en el Antiguo Oriente era típico del esclavo hacia el amo y estaba prohibido a los hombres libres, y para el rey eran los príncipes derrotados quienes debían desatar las correas del calzado. El Bautista, declarándose indigno hasta de cumplir este acto de veneración, reconoce en Cristo una realeza altísima, la de Dios mismo.
El último rasgo del rostro de Cristo, tal como surge de las palabras del Bautista, se refiere al bautismo de Cristo. El que el Bautista había administrado a orillas del Jordán era “en el agua”, expresión de una simple purificación de las culpas.
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Un cambio radical
En cambio, el de Cristo será “en el Espíritu Santo”, será por tanto la efusión de la presencia y de la acción de Dios dentro del hombre que será totalmente transformado en hijo, en una nueva criatura, un heredero de la gloria divina. “Vayan, pues, y hagan discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt, 28, 19)
En Cristo, entonces, se produce un cambio radical también para el hombre; en Cristo aparecen “los cielos nuevos y la tierra nueva en los que tendrá morada estable la justicia”, la gracia como también nos repite San Pedro en la Carta que hemos leído. El bautizado se inserta en Dios, participa de la Resurrección del Señor, y se convierte en hijo adoptivo del Padre celestial.
El profeta Isaías y el Bautista son entonces dos mensajeros cuya voz y gestos coinciden y dejan el espacio abierto para el reconocimiento de la elevación definitiva de Dios mismo. Al final, es reconocer a Cristo Señor, como el Pastor supremo de nuestras almas y que nosotros teniendo a Cristo, caminemos como por un “camino sagrado” lleno de rectitud, verdad, justicia y servicio con espíritu samaritano.
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