Jesús les mostró con un ejemplo que debían orar siempre, sin desanimarse jamás (Lc 18,1)
El ser humano es relacional por naturaleza y debería ser dialogal por vocación. Desde que nacemos, y en todas las etapas de la vida, vamos configurando nuestra identidad en torno a la relación con las personas que nos dieron la vida y las que nos dan su amor. Porque la salud mental comienza por la experiencia de “ser amados/as”, al ser cuidados, ser protegidos, ser acariciados, ser educados…
Para aprender a vivir, hemos de aprender a amar y a expresar el amor. Esto traspasa la dura capa del miedo, del dolor y de la culpa, que nos acompañan a lo largo de la vida -con más o menos agresividad- en variadas relaciones.
El amor entregado por el Padre, recibido por el Hijo y compartido por el Espíritu -entre sí y con nosotros- nos configura humana y cristianamente. Y la relación amorosa de la Trinidad se hace oración contemplativa, de súplica o alabanza y todas las maneras que tiene Jesucristo de “crecer en edad, sabiduría y gracia”.
El ejemplo de Jesucristo lo vemos, lo escuchamos y lo sentimos en su experiencia, palabras y entrega. Está basado en el amor confiado, en la empatía incondicional y en la fidelidad hasta la muerte. Aquí está la “escuela de la oración”, en el mismo Jesucristo, sin necesidad de otros “maestros de la ley” o “gurús de la transcendencia”.
Para vivir de lo esencial, fortalecernos en toda fragilidad e impulsar nuestras utopías, Jesús nos invita a “orar sin desanimarnos”; dado que el desánimo suele coincidir con la no-relación y la oración suele buscar-expresar la vivencia del discipulado.
La oración ¿es un acto de extorsión de la voluntad de Dios o es la identificación con la entrega amorosa de Jesucristo? La vivencia de la fe y la evangelización cristiana ¿están latiendo en el corazón de Jesucristo y de la creación, o son mera ritualización del amor?
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