Ha fallecido Benedicto XVI a la edad de 95 años este 31 de diciembre, a las 9:34 a.m. (hora de Roma), casi una década después de su dimisión como 265.º sucesor de Pedro, cuando se tornó en el primer Papa Emérito en más de seis siglos.
Mientras se preparan sus funerales, previstos para el jueves 5 de enero a las 9:30 a.m. en la Plaza de San Pedro, se multiplican los homenajes y reconocimientos al gran teólogo alemán, al pastor cuyo liderazgo en el Vaticano, a lo largo de más de tres décadas —primero como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe y luego como Pontífice— ha sido determinante para el presente y el futuro de la Iglesia católica.
Pocos como Benedicto XVI no solo han sido testigos y protagonistas de grandes hitos de la historia reciente del cristianismo, sino que, además, han sido considerados como “uno de los intelectuales más destacados del presente”, como afirmó el Nobel peruano Mario Vargas Llosa y, sin duda, “uno de los últimos representantes del ‘genio alemán’”, como lo definió el historiador inglés Peter Watson, al compararlo con personalidades de la talla del filósofo Immanuel Kant (1724-1804) y del inmortalizado compositor Ludwig van Beethoven (1770-1827).
Los primeros años
Los inicios de Joseph Aloisius Ratzinger se remontan a su natal Marktl am Inn, en la diócesis alemana de Passau, en la región Baviera, donde nació el Sábado Santo 16 de abril de 1927, fecha en la que también nació a la fe católica de sus padres Joseph Ratzinger (1877-1959) y María Rieger-Peintner (1884-1963), al ser bautizado ese mismo día. Su padre, proveniente de una familia de agricultores de la Baja Baviera, fue comisario de la gerdarmería, mientras que su madre, hija de artesanos de Rimsting, en el Lago Chiem, había trabajado como cocinera en varios hoteles de la región antes de casarse.
Joseph Ratzinger fue el menor de tres hijos. Su hermana María, la mayor, nunca se casó, siempre permaneció a su lado hasta cuando falleció en 1991. Su hermano Georg optaría por la vocación sacerdotal, al igual que él, sobresaliendo como músico eclesial y director del coro de la Catedral de Ratisbona, donde falleció el 1.º de julio de 2020. Dos semanas antes, su hermano, el Papa emérito, lo había visitado. “Dios nos unirá de nuevo en el otro mundo”, rubricaría en la carta de despedida que se leyó en su funeral.
De vuelta a los primeros años, vale la pena destacar que el futuro Papa bávaro vivió su infancia y adolescencia en Traunstein, una pequeña población cerca de la frontera con Austria, a tan solo 30 kilómetros de Salzburgo, la cuna de Wolfgang Amadeus Mozart. Así que en ese ambiente, que él mismo definiría como “mozartiano”, recibió la formación humana, cristiana y cultural que forjó su carácter, incluyendo su pasión por la música clásica.
Años más tarde, durante su juventud, Ratzinger conoció el ascenso del nazismo y el apogeo de sistemas ateos en Alemania –como también lo experimentó, en momento, su predecesor polaco Karol Wojtyla–. “En la fe de mis padres encontré la confirmación del catolicismo como un baluarte de la verdad y la justicia contra aquel reino del ateísmo y la mentira que era el nacionalsocialismo”, escribiría sobre aquellos tiempos de hostilidad a la Iglesia católica y con pleno consciencia de las nefastas consecuencias de la Segunda Guerra Mundial, toda vez que el joven Ratzinger fue enrolado en los servicios antiaéreos por algunos meses.
Con toda seguridad estos años dejaron profundas huellas en él y lo llevaron a aferrarse a sus convicciones cristianas, con la certeza de que debía brotar “una nueva inteligencia al servicio del conocimiento y de los misterios de la fe”, como ha afirmado su biógrafo, el periodista alemán Peter Seewald, en su obra Últimas conversaciones (Mensajero, 2016). De allí emergería, entonces, el ‘gran teólogo’ Ratzinger.
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“Gran pensador”
Desde que cursó sus estudios en la Escuela Superior de Filosofía y Teología en Freising y en la Universidad de Múnich, entre 1946 y 1951, Joseph Ratzinger ya se destacaba por sus excepcionales capacidades académicas y su inclinación por la docencia. Tan solo había transcurrido un año de su ordenación sacerdotal, el 29 de junio de 1951, cuando fue nombrado profesor en la Escuela Superior de Freising, de la que era egresado.
En 1953 recibió el título de doctor en teología con la tesis “Pueblo y casa de Dios en la doctrina de la Iglesia de san Agustín”. Cuatro años más tarde presentó una disertación sobre “La teología de la historia en San Buenaventura” que le mereció la habilitación para la enseñanza en Alemania como catedrático.
Desde entonces, su prestigio como teólogo y “gran pensador” lo llevaría a desempeñar la docencia y la investigación en las universidades de Bonn (de 1959 a 1963), Münster (de 1963 a 1966), Tubinga (de 1966 a 1969) y, finalmente, en Ratisbona (de 1969 a 1977), amén de numerosas conferencias y lectio inauguralis a las que era invitado. En Ratisbona fue catedrático de teología dogmática e historia del dogma, decano de la facultad de teología y, en 1976, fue elegido vicepresidente de la Universidad.
Para el tiempo del Concilio Vaticano II, entre 1962 y 1965, Ratzinger fungió como uno de los teólogos “expertos”, siendo consultor del arzobispo de Colonia, el cardenal Joseph Frings.
Como intelectual, su prolija producción académica muy pronto lo llevaron a desempeñar importantes cargos en la Conferencia Episcopal Alemana y en la Comisión Teológica Internacional, además de compartir cátedra con los más reconocidos teólogos de su tiempo. Con varios de ellos, como Hans Urs von Balthasar y Henri de Lubac, fundó en 1972 la revista Communio.
Sus numerosas obras –traducidas a varios idiomas– dan cuenta de su legado teológico. Desde las primeras, como Introducción al cristianismo (1968), hasta su trilogía Jesús de Nazaret, auténtico ‘best seller’ mundial –publicada entre 2007 y 2012, siendo Obispo de Roma–, el pensamiento de Ratzinger ha atravesado la vida de la Iglesia, en diálogo franco con las sociedades que se debaten entre la ausencia de Dios y la emergencia de ideologías dominantes. “El verdadero problema de nuestro momento histórico, radica en que Dios está desapareciendo del horizonte de las personas”, advirtió en su momento, como recoge Seewald, agregando que “la extinción de la luz procedente de Dios hace que sobre la humanidad se abata una desorientación cuyos destructivos efectos nos resultan cada día más patentes”.
“Colaborador de la verdad”
Esta perenne preocupación por desentrañar las raíces de la fe católica, en búsqueda de la verdad, también lo acompañó en su faceta como pastor. De hecho, cuando Pablo VI lo nombró arzobispo de Múnich y Freising, el 25 de marzo de 1977, escogió como lema: “colaborador de la verdad”. Luego explicaría que “por un lado, me parecía que esa era la relación entre mi tarea previa como profesor y mi nueva misión. A pesar de los diferentes modos, lo que estaba en juego y seguía estándolo era seguir la verdad, estar a su servicio. Y, por otro, escogí ese lema porque en el mundo de hoy el tema de la verdad se omite casi totalmente, pues parece algo demasiado grande para el hombre y, sin embargo, todo se desmorona si falta la verdad”.
Era tal la confianza que desde ese tiempo ya suscitaba Ratzinger en el Vaticano, que el propio Papa Montini lo creó cardenal en el consistorio del 27 de junio de 1977, a menos de un mes de su consagración episcopal, que había tenido lugar el 28 de mayo.
Como cardenal participó en agosto de 1978 en el cónclave que eligió a Juan Pablo I para suceder al fallecido Pablo VI, y, tras su brevísimo pontificado, en el cónclave del mes de octubre del mismo año, en el que fue elegido Juan Pablo II, de quien llegaría a ser uno de sus hombres de confianza, sobre todo a partir de su nombramiento como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, y Presidente de la Pontificia Comisión Bíblica y de la Comisión Teológica Internacional el 25 de noviembre de 1981.
Fue así como Ratzinger renunció en febrero de 1982 al gobierno pastoral de la arquidiócesis de Múnich y Freising para trasladarse al Vaticano y asumir la misión encomendada. Allí vivió las últimas cuatro décadas de su longeva vida, hasta el día de su muerte.
Bajo su liderazgo se llevó adelante la preparación del nuevo Catecismo de la Iglesia Católica, vigente desde 1992, fruto de seis años de trabajos de la comisión que él mismo presidió para tal fin. También durante prácticamente un cuarto de siglo, a lo largo del pontificado de Juan Pablo II, le fueron confiadas diversas responsabilidades como miembro de varias instancias de la Curia romana: el consejo de la Secretaría de Estado; las Congregaciones para las Iglesias orientales, para el culto divino y la disciplina de los sacramentos, para los obispos, para la evangelización de los pueblos, para la educación católica, para el clero y para las causas de los santos; los Consejos pontificios para la promoción de la unidad de los cristianos y para la cultura; el Tribunal supremo de la Signatura apostólica; las Comisiones pontificias para América Latina, ‘Ecclesia Dei’, para la interpretación auténtica del Código de derecho canónico y para la revisión del Código de derecho canónico oriental.
Sin duda, cuando participó en el cónclave de abril de 2005 en el que fue elegido Papa a la edad de 78 años, sucediendo a Karol Wojtyla, los cardenales que lo eligieron sabían que nadie como Ratzinger conocía la Iglesia desde adentro, con sus luces y sus sombras, y, al mismo tiempo, contaba con la suficiente trayectoria teológica y la capacidad intelectual para conducir la ‘barca de Pedro’ hacia mares más profundos. De hecho, hasta el año 2000 había recibido siete doctorados ‘honoris causa’ por parte de diversas universidades pontificias alrededor del mundo.
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Ocho años de Pontificado
El suyo, sin embargo, fue un pontificado inédito. No negaba sus raíces bávaras, y muy pronto el mundo advirtió que si bien su Magisterio y su línea pastoral se situaba en continuidad con Juan Pablo II —no había ningún tipo de ruptura o quiebre—, su estilo y personalidad era diferente.
Benedicto XVI seducía con la profundidad de sus discursos, homilías, cartas, exhortaciones y encíclicas… con su inteligencia y sabiduría. En efecto, sus tres cartas encíclicas: Deus caritas est (2005), Spe salvi (2007) y Caritas in veritate (2009), han sido reconocidas por su densidad teologal y su aporte a la doctrina social de la Iglesia, al defender que “sólo con la caridad, iluminada por la luz de la razón y de la fe, es posible conseguir objetivos de desarrollo con un carácter más humano y humanizador”, como afirma el propio Ratzinger en la introducción de Caritas in veritate.
Con todo, uno de los rasgos más inusitados de los ocho años del pontificado de Benedicto XVI tiene que ver con los escándalos que debió asumir, ante los numerosos casos de abusos sexuales a menores cometidos por clérigos, a lo que se sumó el caso Vatileaks. En este contexto se produjo la renuncia de Benedicto XVI al concluir el consistorio ordinario del 11 de febrero de 2013.
El coraje de renunciar
La ‘gran renuncia’ de Benedicto XVI, como la ha llamado Giorgio Agamben en El misterio del mal, evocando la expresión ‘gran rifiuto’ de Dante Alighieri, en la Divina comedia, “ha dado prueba de un coraje que hoy adquiere un sentido y un valor ejemplares”.
“Cuando un papa alcanza la clara conciencia de que ya no es física, mental y espiritualmente capaz de llevar a cabo su encargo, entonces tiene en algunas circunstancias el derecho, y hasta el deber, de dimitir”, le había confesado el propio Benedicto XVI a Seewald, para su libro-entrevista La luz del mundo (Herder, 2010).
Así lo hizo aquel 11 de febrero al leer la renuncia que él mismo había escrito en latín, “porque algo así de importante se anuncia en latín”, diría luego. Unos días más tarde, el miércoles 27 de febrero, cuando tan solo faltaban unas horas para que la sede de San Pedro quedara vacante, se refirió a su decisión con total claridad como si se tratara, al mismo tiempo, de su última lección —y la mayor de todas—: “en estos últimos meses, he notado que mis fuerzas han disminuido, y he pedido a Dios con insistencia, en la oración, que me iluminara con su luz para tomar la decisión más adecuada no para mi propio bien, sino para el bien de la Iglesia. He dado este paso con plena conciencia de su importancia y también de su novedad, pero con una profunda serenidad de ánimo. Amar a la Iglesia significa también tener el valor de tomar decisiones difíciles, sufridas, teniendo siempre delante el bien de la Iglesia y no el de uno mismo”.
Anteponer el bien mayor al bien personal, reconocer la propia fragilidad, saber retirarse a tiempo, dar un paso al lado, y desprenderse del poder ‘vitalicio’. Estas son algunas de las enseñanzas que nos deja Benedicto XVI con el acto sublime de su dimisión. ¿Por qué esta decisión hoy nos resulta ejemplar?, se pregunta Agamben, “porque atrae con fuerza la atención a la distinción entre dos principios esenciales de nuestra tradición ético-política, de la cual nuestras sociedades parecen haber perdido toda conciencia: la legitimidad y la legalidad. Si la crisis que está atravesando nuestra sociedad es tan profunda y grave, es porque esta no sólo cuestiona la legalidad de las instituciones, sino también su legitimidad”.
Un último detalle. Una vez que Benedicto XVI se trasladó a vivir al monasterio Mater Ecclesiae, tras la elección de Francisco, abandonó la ‘vida pública’ para dedicarse a la oración, y a cultivar su pasión por la lectura y por la música, como varios han atestiguado. Aunque en más de una oportunidad intentaron involucrar al Papa Emérito en campañas de desprestigio contra el Papa Bergoglio, siempre se desmarcó para ratificar su radical comunión y lealtad con Francisco.
Mucho podrán contar los que lo visitaron en estos últimos años y los que convivieron con él. Por lo pronto, Francisco ha asegurado, cuando pidió oraciones por él el pasado 28 de diciembre, que “en silencio está sosteniendo a la Iglesia”. Y seguramente lo seguirá haciendo con la fuerza de su legado.
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