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El Reino de Dios es como la semilla de mostaza: con inicios insignificantes, pero con la fuerza de revolucionar la historia

En el Evangelio (Mt 13, 24-43) de hoy, hay pequeñas escenas de la vida cotidiana y estamos invitados a descubrir el mensaje escondido bajo los signos de la naturaleza. Convergen en este pasaje evangélico tres parábolas, la de la cizaña, la semilla de mostaza y de la levadura. Sobre esta trilogía se teje una sutil red de enseñanzas. Es así que el símbolo vegetal se convierte también en la Biblia, en una de las más altas imágenes religiosas, junto con el agua y la luz.

El árbol de la vida y aquél de la conciencia del bien y del mal narrada en el Génesis, son el testimonio teológico más evidente del valor simbólico de la vegetación; evocan la inmortalidad y la moral, y son dibujados como árboles. La Sabiduría divina es celebrada como indica la primera lectura, como un parque tropical en donde se encuentran cedros, cipreses, palmas, rosas, olivos, plátanos, canela, plantas balsámicas, mirra, resina, ámbar, incienso, terebinto, vides (24, 13-17).

Y el justo es “como un árbol bien plantado junto al agua, que extiende hacia la corriente sus raíces, no teme cuando viene el calor y no cesa de dar frutos” (Jer. 17, 7-8; ve el Salmo 1). También Jesús frecuentemente ha construido en torno a un árbol o a un arbusto o ante una flor su enseñanza sobre el Reino de Dios: “Ni Salomón se ha vestido con tanta majestad como el lirio del campo” (Mt 6, 29).

Distinguir trigo y cizaña

Hoy la liturgia nos propone dos vegetales. El primero, llamada en griego cizaña. En primavera esta planta se confunde con el trigo y es, por lo tanto, imposible extirparla. Esta absorbe el alimento del terreno, haciendo que se marchite aquí y allá el trigo; también en el libro de Job, se menciona “la hierba que crece en lugar de la cebada” (31,40).

Es solo en la cosecha que se podrá distinguir trigo y cizaña, recoger a una y quemar a la otra, conservar los granos del trigo y arrojar fuera aquellos de la cizaña. La enseñanza es clarísima. Bien y mal están mezclados, están juntos en la historia presente, e incluso al interno de nuestra conciencia. Dios no está de acuerdo con la prisa de los fanáticos que no respetan los tiempos de la misericordia, los espacios para la conversión, los llamados a la libertad del hombre.

Dios estará sólo en la cosecha de la historia, un símbolo bíblico clásico, junto a la vendimia, para indicar el juicio último y conclusivo de Dios, donde Dios separará trigo y cizaña, ovejas y cabras, peces buenos y no comestibles, bien y mal para hacer brillar la justicia y la verdad y eliminar el odio y la mentira.

La semilla de mostaza

Pero inmediatamente después de su discurso Jesús recurre a otra planta, la mostaza: “si tuvieras fe como del tamaño de un granito de mostaza, podrías decir a este monte, muévete de aquí para allá y éste se movería, y nada les será imposible” (Mt 17,20).
La mostaza palestina negra, es un arbusto que puede transformarse en un árbol, alcanzando tres o cuatro metros de altura, sobre todo en el área del lago de Tiberíades.

Y es sobre este prodigioso desarrollo que Jesús teje su enseñanza. De un lado está el grano microscópico de la mostaza. De otra parte, aquél granito logra producir un árbol altísimo en el cielo y poblado de aves. En este contraste entre lo mínimo y lo grande se encuentra el valor simbólico que Jesús nos propone a partir de la mostaza.

En la tradición rabínica había un dicho proverbial que decía así: “el sol no se oculta hasta que no se transforma como un grano rojo de mostaza”. Evocaba, entonces, al más pequeño signo de luz solar.

El reino de Dios es como un poco de levadura, es como un pequeño rebaño, es una realidad modesta y escondida. Pero aún, no debemos desanimarnos o desilusionarnos: su energía secreta es potente, y lentamente transformará la historia, y crecerá hasta ofrecer sus frutos y su sombra a todos los pueblos de la tierra. Las parábolas de hoy son una palabra de esperanza y de confianza en Dios, en las múltiples posibilidades que tenemos con la fortaleza de Dios.

Fuerza transformadora de la historia

El Reino de Dios es como la semilla de mostaza, como la levadura, como el trigo: tienen inicios insignificantes.Pero tienen una fuerza tan potente para cambiar y revolucionar la historia. Se necesita entonces saber entender, saber compartir la paciencia de Dios, se necesita saber esperar.

La semilla y la levadura, en efecto, son energías ocultas pero, eficazmente hacen explotar la vida. “Si el grano de trigo caído en tierra no muere, permanece solo, si por el contrario muere, produce mucho fruto” (Jn. 12, 24).

En el campo de la historia en efecto, se enfrentan el trigo y la cizaña, el Señor y el Enemigo, se enfrentan también dos métodos de cosecha, aquel violento que erradica rápido y aquél de la paciente selección y espera. El crecimiento lento y tormentoso del Reino se transforma, entonces, en una enseñanza para todos los creyentes en Cristo.

Jesús, en realidad, se hace “amigo de publicanos y pecadores”, dialoga y come con ellos, como dialoga y come con las personas justas y piadosas. Él espera hasta el final ser más el médico, que el juez. Él sabe –como dice el libro de la Sabiduría- que el dominio universal sobre la historia hace al Señor indulgente con todos: “tu Señor, dueño de la fuerza, juzgas a todos con suavidad… porque concedes, después de los pecados, la oportunidad de arrepentirse”.

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