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Jesús nos invita a ser discípulos que «dicen y hacen»

En el XXXI Domingo del Tiempo Ordinario el pasaje de San Mateo que la liturgia nos propone, se respiran las tensiones que la comunidad de Palestina de aquel entonces vivía entre la nueva comunidad cristiana y aquella comunidad judía.

Como ha sido observado por los estudiosos de la Biblia, en este pasaje bíblico se confrontan dos comunidades profundamente incompatibles.

Una relación con Dios

La primera comunidad está llena de gente vanidosa, que ama el lujo, es tradicionalista, codiciosa de poder, intencionada solo de salir adelante, escondiéndose detrás de las cortinas de las complicaciones teológicas y de los sutiles sofismas religiosos y jurídicos. Esta comunidad religiosa está convencida de ser la Iglesia justa y que se preocupa casi exclusivamente de la imagen pública que ofrece.

Y entonces como dice Jesús, se ensanchan las filacterias o sea las fajas de cuero que se llevan ritualmente sobre el brazo y sobre la frente con los pasajes bíblicos inseridos; se ensanchan las franjas del manto y se preocupan de los lugares de prestigio, aman los elogios y reverencias y se adornan con todos los títulos académicos poseídos.

Pero existe una segunda comunidad religiosa donde están acogidos «aquellos que todavía tienen el sentido del pecado» como escribía el biblista Joaquín Jeremías. En ella están aquellos que viven la propia vida como una relación con Dios Padre.

Esta comunidad religiosa no se preocupaba tanto de sus propios méritos y de las recompensas, sino que se abandonan a Dios en una donación limpia y total. En esta comunidad está anulada la presunción, el orgullo y se vive un verdadero espíritu fraterno. En la puerta de ingreso de cada una de estas dos comunidades, están invitados los hombres a entrar, por un lado, a la sabiduría y por otro lado a la necedad.

Sabiduría y necedad

Así la Palabra Santa nos hace una invitación a la sabiduría. En primer lugar, porque se ha hecho una casa y ha preparado la mesa y porque ha enviado a sus criados a anunciar a los lugares que dominan la ciudad. Vengan aquí los inexpertos y los faltos de juicio, dejen la inexperiencia y vivirán, seguirán el camino de la sabiduría.

Luego, está la invitación a la necedad:  La mujer necia se sienta a la puerta de su casa en un asiento que domina la ciudad para gritar a la gente que pasa: Vengan aquí los inexpertos, quiero hablar a los faltos de juicio: El agua robada es más dulce, el pan a escondidas es más sabroso, pero no saben que en su casa están las sombras, que sus invitados bajan a lo hondo del Abismo. (Sab. 9)

A la voz de Cristo que está en las puertas de la comunidad cristiana y de todas las comunidades que se identifican con ella, se une la voz del antiguo Israel fiel, representado en el grito decidido de los profetas. En la liturgia de hoy han sido elegidas las palabras de un profeta poco conocido, Malaquías que en hebreo significa “anuncio del Señor”.

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Una adhesión genuina

Su voz es firme, sólida y sin rupturas; sin deterioro al respeto o al cuidado diplomático: El Profeta se dirige con vehemencia a quien en la comunidad ocupa una posición de guía y de responsabilidad, a los sacerdotes, a los levitas y protesta, reclama, contra la reducción del culto al ritualismo exterior, al vacío, a la transformación de la existencia social en juego de intereses privados; protesta porque se sacrifica la genuina moralidad, bajo apariencia decente, pero vacía por dentro.

Un hilo de miedo recorre el mensaje del profeta y debería también recorrer a quien reduce la relación con Dios a un conjunto de gestos rutinarios, externos, vacíos, desvalorizando la verdadera relación de comunión con Dios.

“Si no me escuchan y no dan gloria a mi nombre de corazón, dice el Señor de los Ejércitos, les enviaré mi maldición y los haré despreciables”.

Hay una teología que puede ser orgullosa, que se autocomplace, que se ufana de poseer toda la verdad, como hay una religiosidad superficial, coloreada y vana, que no tiene en cuenta la profundidad del corazón y de la vida.

Hoy Jesús nos invita a todos a una genuina adhesión a Dios, y a ser discípulos que dicen y hacen; nos invita a la coherencia.  Al respecto es preciso que nos preguntemos: ¿Me esfuerzo por ser coherente en mi vida? ¿Mi religiosidad está reducida a ritos externos solamente o mi religiosidad tiene eco en mi corazón y en mi vida?


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