ADN Celam

Jesús resucitado se encuentra con las mujeres que lo acompañaron en la Tierra: ¿Podríamos imaginarlo?

Las mujeres de la Pascua

Imaginación libre de lo que pudo haber sucedido en la mañana de la Pascua de Resurrección.

Por Jorge Eduardo Lozano*

 

Muerto. Así María lo había tenido a Jesús en sus brazos por última vez el viernes por la tarde al bajarlo de la cruz, y vio cómo lo colocaban en el sepulcro. Desde ese momento fueron saliendo de manera viva en su memoria y cariño muchos episodios que, desde la Anunciación, ella “conservaba y meditaba en su corazón”.

(Cuando Jesús era niño le gustaba jugar con el cabello de su mamá. Estando en sus brazos disfrutaba tomar entre sus dedos pequeños un mechón que le colgaba a María del lado izquierdo. De tanto darle vueltas todos los días se le había llegado a formar un bucle. Conforme fue creciendo, Jesús dejó de estar en brazos pero, de vez en cuando, volvía a jugar con el cabello, aunque ya se había ido alisando.)

Vuelvo a la madrugada de la mañana de la Pascua. Los recuerdos siguieron vivos en su corazón. Ese Domingo, desde antes que amaneciera hubo algo distinto. Distinto el canto del gallo, el vuelo de los primeros pájaros, la brisa, el horizonte, el aroma del jazmín. La luna llena todavía derramaba algo de claridad, no había salido el sol y la casa estaba llena de luz. María se inclinó para lavarse la cara en la palangana, y se le colgó del lado izquierdo el bucle… ¡¡¡Se dio vuelta y ahí estaba!!!

Mamá, Hijo, hijito mío. El abrazo prolongado, los besos, las lágrimas, el aire quieto. Unos pajaritos miraban por la ventana cómo la alegría y la luz bañaban la casa, y desde allí al mundo. María le tomó las manos y besó sus llagas fresquitas y luminosas, parecidas a las marcas de su corazón de madre atravesado por la espada profetizada por el anciano Simeón en el Templo a los 40 días del nacimiento. “Estás tan distinto y tan el mismo.”

Miradas profundas y mejillas de ambos acariciadas con ternura. El tiempo no pasaba, se quedaba en amor entrando en la eternidad. (Al contemplar semejante belleza también lloré de alegría.)

No sé en qué momento pudo María poner a asar el pancito que a Jesús tanto le gustaba —o tal vez fue el ángel Gabriel—. Él lo tomó en sus manos, alzó los ojos al cielo, bendijo al Padre y compartió el pan con ella.

“¿Qué hiciste estos tres días?” “Descendí a los infiernos. ¡Cuánta muerte y dolor! Liberé a todos desde Adán y Eva para acá. Se dio en fuga derrotada la oscuridad de la muerte y el pecado.”

“¿Qué vas a hacer ahora?” “Me voy a ver a mis amigas que tanto me quieren y están sufriendo mucho. Vuelvo para almorzar con vos; hoy es Domingo de Pascua, preparate algo rico. A la tarde me junto con los demás.” “Andá, no las hagas esperar.”

Le tomó la cabeza con sus manos de madre y besó su frente. María preguntó “¿y después?”. Bastó una sonrisa y un beso como respuesta. “Vos cuidá a los discípulos de ahora y de siempre; te van a necesitar. Son hombres y mujeres frágiles.”

Jesús envió unos ángeles para preparar el terreno del corazón, “¡no busquen entre los muertos al que está vivo!”. Y el Maestro salió al encuentro de las discípulas que iban dispuestas a ungir su cadáver crucificado. “¡¡¡Alégrense!!!” También abrazos, llanto de alegría, ternura. Cuando ya se habían juntado cuatro o cinco en la calle, una de ellas dijo “vamos a casa, aquí cerquita, así nos sentamos y estamos con comodidad”. Enseguida fueron viniendo varias de las mujeres, algunas de las esposas o madres de los Apóstoles, María Magdalena, Juana, Verónica, Marta y María de Betania que todavía estaban por Jerusalén, su hermano Lázaro, el único varón en ese grupo.

No lloren, no estén tristes. Jesús les recordó lo que les había anunciado con anticipación, que iba a ser llevado preso, lo iban a crucificar y resucitar al tercer día. La casa se fue impregnando de un suave aroma de perfume de nardo; unas cuantas de ellas habían estado unos días atrás cuando María ungió en Betania los pies de Jesús con esa fragancia. Las miradas se dirigieron a las marcas de los clavos en las manos y los pies del Resucitado. Llagas luminosas que aún no cierran. “¿Podemos besarlas?” “Estás tan distinto y tan el mismo.” Inmensa alegría.

Evocaron anécdotas, compartieron dolores y esperanzas. La suegra de Pedro preparó unos panes y peces asados que Jesús, levantando los ojos al cielo, bendijo y repartió. Esos gestos trajeron a la memoria milagros de multiplicaciones de panes ante multitudes. Y a alguno ya le había contado lo sucedido en la última cena.

“¿Te quedás a almorzar? ¿Querés que avisemos a los demás para que vengan?” “No, gracias. Quedé en almorzar con Mamá. Digan a los discípulos que vayan a Galilea, el lugar del primer amor, donde nos conocimos y empezamos a caminar juntos… allí me verán.”

María Magdalena puso en palabras lo que estaba en el corazón de las discípulas. “¿Te vas de nuevo? ¿Volveremos a verte?” “Vayan ustedes también a Galilea. No las dejaré huérfanas, les enviaré el Espíritu Santo. Permanezcan en mi amor y yo permaneceré en ustedes.”

“Mis llagas abiertas son los hombres y mujeres que sangran de dolor; los desplazados, las víctimas de trata, los excluidos, torturados, secuestrados, hambrientos y sedientos. Al besarlos con ternura me estarán acariciando a mí.”

“Ustedes son las primeras testigos de la resurrección. Anuncien la vida nueva y la esperanza.”

*El autor es arzobispo de San Juan de Cuyo (Argentina), miembro del Dicasterio para la Comunicación de la Santa Sede y ex secretario general del Celam.

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