En las afueras de la gran Buenos Aires, en Villa Bosch, vive Patricia Ataría, una religiosa de la Congregación Adoratrices de la Sangre de Cristo y que creció literalmente con ellas: “A los 4 años, mi mamá me llevó a la casa de las hermanas para anotarme en el Jardín de Infantes. Recuerdo que eran todas muy jóvenes”. Patricia relata que por ese entonces –en pleno 1965– soplaban los aires del recién culminado Concilio Vaticano II.
Con las Adoratrices aprendió a “reverenciar al Dios vivo que está en el otro. Adorar, por ese motivo, al Jesús que está en el otro” y encarnarse en las villas, barrios populares de este país. Por ello “podría decir que mi infancia y adolescencia despertó en mí ‘el poder ver’ como algo natural ‘ese lugar’ en el cual mi vocación se plenificaría”. La religiosa estudió en Roma, en la Universidad Gregoriana: “Ya me había recibido de maestra de grado, de nivel inicial y, siendo religiosa, luego del noviciado, terminé el estudio de maestra de música, pasión que había abrazado desde muy chica”. Después viaja a Filipinas, donde cursó teología y permaneció en misión cuatro años.
Patricia nació con el don de la música, que “pongo al servicio de la comunidad con mucha alegría. No solo animando las misas, celebraciones varias, sino componiendo las canciones que sean necesarias para la pastoral villera”. Con ello se siente más cercana a la gente, que la reconoce “como vecina” y “así nos percibimos y somos recibidas en el barrio”. Esta ‘monja villera’ sigue apostando por “una Iglesia que es el barrio.
Un barrio que no necesita salir de su lugar para encontrar lo necesario. Una Iglesia sin primera clase y clase turista. Una Iglesia que, durante la pandemia se preocupó de dar de comer a más de 3.500 personas por día, porque la mayoría de la gente en las villas vive de changas (trabajos eventuales). Una Iglesia pobre para los pobres. La Iglesia que amo, y por la cual, cada día, consagro mi vida con alegría”.
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