Por el Hno. Jesús García /Capuchinos de Ecuador
«Mis ovejas escuchan mi voz y yo las conozco. Ellas me siguen, y yo les doy vida eterna». (Jn 10, 27-28)
Es cierto que “la familia es el lugar de la formación integral, donde se desenvuelven los distintos aspectos, íntimamente relacionados entre sí, de la maduración personal” (LS 213), aunque en ocasiones se viven “diálogos o monólogos a dos voces” (Papa Francisco 24/01/022), que impiden la escucha atenta y empática, para quedarse solo con el olor a “humo” de lo que fueron brasas de hogar.
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Es difícil reconocer familiaridad en quien grita con agresividad o miedo, y más cuando estamos en el mundo de la infodemia (con excesiva, confusa o falsa información) que colapsa nuestras redes, mentes y corazones. No es sencillo “discernir las voces del amor cristiano”, entre ruidos de armas, gritos de los heridos, músicas perreras, sermones somníferos, cantos de ultratumba o discursos politiqueros circenses.
Dado que “una ecología integral también está hecha de simples gestos cotidianos donde rompemos la lógica de la violencia, del aprovechamiento y del egoísmo” (LS 230), es claro que nuestras comunidades cristianas han de procurar la “comunión, participación y misión” con espiritualidad ecosinodal, samaritana e integral donde se pueda “ver” la palabra (cfr. Jn 3,11) y se pueda “escuchar” a cada persona, como kairós de novedad (cfr. Dt 6,4).
También es necesario escuchar a “la creación entera que gime y sufre dolores de parto” (Rm 8,22), y es emergente “generar una conversión ecológica que favorezca la corresponsabilidad en las acciones personales, comunitarias e institucionales a favor del cuidado de la Casa Común (AEALC 17), de tal manera que -urgentemente- podamos “reafirmar y dar prioridad a una ecología integral en nuestras comunidades, a partir de los cuatro sueños de Querida Amazonía (AEALC 10).
Escucharnos unos/as a otros/as, en diversidad, interdependencia, interculturalidad e integralidad no es una moda sino una condición imprescindible para el pastoreo socio-espiritual y eclesial que los documentos nos piden y que nuestro clericalismo pretende bloquear.
Así como no podemos dejar “resquicios de mediocridad” al amor familiar, a la corresponsabilidad ecoética o al fariseismo intraeclesial, tampoco podemos perder la oportunidad de “promover a todos los hombres y a todo el hombre, desde la vida nueva en Cristo que transforma a la persona, de tal manera que la hace sujeto de su propio desarrollo” (DAp 399).
¿Reconocemos la “voz de Cristo” en los discursos y prácticas de nuestras comunidades sociales y eclesiales? ¿Somos ovejas “domesticadas” por la rutina o quizá pastores/as buscando “prosélitos” nuevos, para seguir haciendo lo mismo?
Jesús nos da vida, nos llama y nos envía a ser “buenos/as pastores/as” que “escuchan” más que hablan y que “dan más vida” que normas.
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