“𝗬𝗼 𝗹𝗲𝘀 𝗱𝗶𝗴𝗼 𝗾𝘂𝗲 𝗱𝗲 𝗶𝗴𝘂𝗮𝗹 𝗺𝗼𝗱𝗼 𝗵𝗮𝗯𝗿á 𝗺á𝘀 𝗮𝗹𝗲𝗴𝗿í𝗮 𝗲𝗻 𝗲𝗹 𝗰𝗶𝗲𝗹𝗼 𝗽𝗼𝗿 𝘂𝗻 𝘀𝗼𝗹𝗼 𝗽𝗲𝗰𝗮𝗱𝗼𝗿 𝗾𝘂𝗲 𝘃𝘂𝗲𝗹𝘃𝗲 𝗮 𝗗𝗶𝗼𝘀 𝗾𝘂𝗲 𝗽𝗼𝗿 𝗻𝗼𝘃𝗲𝗻𝘁𝗮 𝘆 𝗻𝘂𝗲𝘃𝗲 𝗷𝘂𝘀𝘁𝗼𝘀 𝗾𝘂𝗲 𝗻𝗼 𝘁𝗶𝗲𝗻𝗲𝗻 𝗻𝗲𝗰𝗲𝘀𝗶𝗱𝗮𝗱 𝗱𝗲 𝗰𝗼𝗻𝘃𝗲𝗿𝘁𝗶𝗿𝘀𝗲” (𝗟𝗰 𝟭𝟱,𝟳)
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Si la “alegría” se presentara en forma líquida, sólida o gaseosa, se podría comprar en los supermercados o en la tienda-cantina del barrio. Si la “justicia” dependiera de las leyes y las leguleyadas de los manipuladores de la verdad, viviríamos eternamente en la inequidad y la violencia. Si las promesas de cambio no fueran palabras de marketing político-ideológico-religioso sino algo tan práctico como las relaciones fraternas y las estructuras sinodales, seguro que sobrarían reivindicaciones y disfrutaríamos de la fiesta de humanidad.
Si los apologetas de la ortodoxia asumieran la conversión integral, habría menos víctimas revictimizadas, menos enfermos de culpabilidad y aún menos complicidad con la injusticia. No solo la violencia destruye personas y comunidades, también la estigmatización de los “descartados” y “pecadores”, que nos deshumaniza y nos aleja del Evangelio.
¡Qué hermosa sería la Iglesia si quitásemos aduanas y globalizáramos la alegría! ¡Cuánta dicha habría en el mundo si nos empeñáramos en sembrar esperanza, en lugar de lanzar avinagradas condenas a los “pecadores”!
Jesucristo nos invita a disfrutar de la “misericordia” con justicia, resanar los corazones con el “perdón”, recuperar la “humildad” de la interdependencia, compartir procesos de “conversión” y contagiar la “alegría” de ser amados/as desde las entrañas hasta la plenitud. ¿O acaso no tenemos -todos/as- algo que agradecer y algo que restaurar? ¿O somos de quienes creen que los demás -y no nosotros- son los que deben cambiar?
Así como no podemos permanecer en el bunker del perfeccionismo ni en la intemperie del abuso, tampoco podemos olvidar que estamos en camino (cfr. Flp 3,14), dando humildes pasos de humanización sin prepotencias o complejos de superioridad. sabiendo que “habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que vuelve a Dios…”
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