“Este pueblo ha endurecido su corazón, ha cerrado sus ojos y tapado sus oídos, con el fin de no ver con los ojos, ni oír con los oídos, ni comprender con el corazón” (Mt 13,15)
Negar lo evidente o sublimar lo desagradable son dos de los mecanismos de defensa más utilizados por los llamados cristianos (muy ortodoxos unos, o muy a-su-aire otros), ya que nos cuesta acoger el amor que implica y no acabamos de elaborar respuestas creativas ante los nuevos desafíos.
Para cortar las tentaciones evasivas de los discípulos, Jesús habla en “parábolas”, actúa con “signos” milagrosos, “muestra” al Padre de la misericordia y siempre “camina” con la comunidad misionera, más allá de la fragilidad de las emociones o la infidelidad de las opciones.
Porque la gran tarea de Jesús y de sus seguidores es “sembrar” el amor, la esperanza, la justicia, la paz y la fraternidad… sin rendirse ante la escalada de la violencia, la indiferencia, la negligencia o los espiritualismos evasivos.
“Sembrar el Reino” no siempre trae la cosecha del éxito. Poner la semilla del amor no siempre evita el dolor de la oposición. Añadir alegría a la esperanza de los pueblos no siempre supone el triunfo de la justicia ni el disfrute de la paz. De hecho, una cosa es sembrar y otra cosa es contemplar la vida de Dios que crece en el campo de nuestra diversociedad y de nuestra Iglesia ecosinodal.
Si no estamos dispuestos a “arriesgar la vida por Evangelio”, al menos, no cerremos los ojos al amor de Dios; no tapemos los oídos al clamor de la creación; no impidamos que los latidos del corazón de Jesús remuevan las isquemias de la vida fraterna y frenan la construcción de la nueva sociedad del Reino.
¡Benditas las manos de quien “siembra” y benditos los corazones de quienes “aman”! ¡…como Jesucristo…!
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