El presente sínodo que estamos atravesando como Iglesia universal despierta conceptos dormidos, algunos antiguos, otros perdidos en las memorias colectivas e individuales, además de movilizarnos con las novedades de nuestro tiempo, nuestras culturas, nuestra propia fe. Algo así me sucedió cuando encontré inspiración en la Dra. Sheila Pires y su invitación a los padres y madres sinodales a peregrinar mañana jueves 12 de octubre hasta las catacumbas de Santa Domitila en Roma. Comparto -y agradezco el espacio al Dr. Óscar Elizalde Prada- esta columna de opinión que fue publicada en el día de hoy en el diario La Nación de mi país, Argentina.
Eran los tiempos en los que terminaba el Concilio Vaticano II. El 16 de noviembre de 1965 un pequeño grupo de obispos de distintas procedencias se reunió en las catacumbas de Santa Domitila, localizadas en la vía delle Sette Chiese, en Roma. Varios de ellos se conocieron durante las sesiones del Concilio que aún hoy trata de poner en práctica aquellos acuerdos cuasi vanguardistas; otros venían de compartir los primeros pasos en el novísimo Consejo Episcopal Latinoamericano (Celam) cuya primera asamblea aconteció en Río de Janeiro en el año 1955.
¿Por qué se reunieron estos obispos? Porque deseaban asumir, entre otros, el compromiso de “vivir según el modo ordinario de nuestra población en lo que toca a casa, comida, medios de locomoción”, renunciando “para siempre a la apariencia y la realidad de la riqueza”, utilizando vestimenta sencilla y descartando el uso de símbolos con utilización de metales preciosos como oro, plata.
Este pacto-compromiso fue firmado por 40 obispos de todo el mundo. De América latina eran 26, de los cuales 4 eran de Argentina: Alberto Devoto, obispo de Goya; Vicente Faustino Zazpe, obispo de Rafaela; Juan José Iriarte, obispo de Reconquista; Enrique Angelelli, obispo auxiliar de Córdoba.
Y otro porqué: ¿por qué traer este recuerdo episcopal a la memoria de hoy?
Por estos días y hasta el 29 de octubre se está llevando a cabo en el Vaticano el Sínodo de la Sinodalidad, instancia propuesta por el Papa Francisco para todo el mundo de manera de actualizar aquellos principios de los primeros cristianos de compartir la vida, los ritos, el suceder de la propia historia con sus sinsabores, pruebas y satisfacciones. O, como lo ha definido la propia estructura vaticana que viene promoviendo el acontecimiento desde el 2021: se trata de un proceso de escucha y diálogo entre todos los estamentos eclesiales de modo de conocer hasta aquellos intersticios más recónditos de quienes profesan la fe católica, su relación con el mundo, lo que falta, lo que sobra, lo que entendemos y lo que no, lo que precisamos leer y releer de los mensajes que devuelve permanentemente a la Iglesia la sociedad globalizada. Poniendo especial atención a la escucha del otro, de los otros.
El sábado pasado, durante el briefing para la prensa, Sheila Pires —miembro del Equipo de Comunicación de la Conferencia Episcopal de Sudáfrica y secretaria para la Comisión de Información del presente Sínodo— anunció con un tono de voz casi monocorde y a la vez casi sonriente que “el próximo jueves 12 octubre habrá una peregrinación obligatoria que llegará hasta las catacumbas de Santa Domitila y que forma parte del Sínodo de la Sinodalidad. Son 2 km. Los que no puedan llegar caminando podrán ir en autobús. Habrá momentos de oración y se compartirá la Eucaristía de manera de comprender mejor este tiempo”.
Tuve que volver a ver ese tramo del video pasada una hora porque en la traducción simultánea faltó la palabra “Domitila” que yo sí había escuchado en el inglés de Pires y que en el instante me remontó a esa otra fundacional reunión solo episcopal del año 1965.
No creo en las casualidades y menos en cuestiones de fe. En este 2023, pero ahora sin el sigilo de 58 años atrás, a plena luz de día volverá a repetirse un encuentro de sinodales (mujeres y hombres laicos, religiosos, sacerdotes y obispos) durante un acontecimiento eclesial del que se espera —por lo menos— actualizar aquel Concilio que muchos eligieron olvidar o relegar en sus prioridades pastorales, y “por lo más” comprender las coordenadas que nos inyecta este siglo XXI. Y en las mismas catacumbas.
No sé si sucederá algo extraordinario allí dentro este jueves. Quizás sí y no lo percibamos con los ojos humanos simplemente. Pero reconozco que el encabezado del pacto-compromiso del 65 continúa encendiendo corazones:
“Nosotros, obispos, reunidos en el Concilio Vaticano II, conscientes de las deficiencias de nuestra vida de pobreza según el evangelio; motivados los unos por los otros, en una iniciativa en que cada uno de nosotros quisiera evitar la excepcionalidad y la presunción; unidos a todos nuestros hermanos de episcopado; contando sobre todo con la gracia y la fuerza de Nuestro Señor Jesucristo, con la oración de los fieles y de los sacerdotes de nuestras respectivas diócesis; poniéndonos con el pensamiento y la oración ante la Trinidad, ante la Iglesia de Cristo y ante los sacerdotes y los fieles de nuestras diócesis, con humildad y con conciencia de nuestra flaqueza, pero también con toda la determinación y toda la fuerza que Dios nos quiere dar como gracia suya, nos comprometemos a lo siguiente…”. Y siguen los 13 puntos del aquel despegue de una Iglesia más cercana, más fraterna, más cristiana.
¿Qué sentirán quienes caminen esos 2 km en peregrinación sinodal? ¿Sabrán que muchos iremos en sus pies con esperanzas? El soplo ya fue enviado.
*La autora es periodista y escritora argentina. Miembro del Consejo de Redacción de la revista Criterio. Autora de “La Virgen de San Nicolás”, “Nuestra fe es revolucionaria. Bergoglio. Francisco”, ambos editados por Grupo Editorial Planeta.
Post a comment