“Sanen enfermos, resuciten muertos, limpien leprosos y echen los demonios. Ustedes lo recibieron sin pagar, denlo sin cobrar” (Mt 10,8)
Cuando hay tantos motivos para estar preocupados o tristes, buscamos un “consuelo” o un alivio, aunque a veces lo podemos confundir con “paracetamol emocional”, que es un paréntesis pasajero de una larga historia de confusión o dolor.
Por eso, es tan actual el verbo “sanar”: de las heridas, de los abusos, de los duelos, de tantos desacuerdos convertidos en violencia, indiferencia o complicidad. Sanar al herido del camino, al que ha sufrido y hace sufrir a otros, al adicto de los falsos alivios y a los maltratos recurrentes. Sanar… “reconociendo” el lugar y tamaño de la herida, “buscando” un buen samaritano sin demagogia, “reorientando” sus objetivos y “dando pasos vitales” que le lleven a sentipensactuar como Jesucristo.
Sanar es limpiar de palabras necias y de maltratos repetidos todas nuestras relaciones, sin repulsión por los leprosos de hoy y -más bien- con la decisión de ser cristianas/os congruentes, que “oractúan” con-como Jesucristo, sin fiscalización ni discriminación para con los diferentes. Porque el amor sana, la caricia alivia, la fraternidad resucita y el perdón libera de todos los demonios que nos des-unen y nos des-animan.
Necesitamos expulsar de nuestras vidas lo que nos divide y estrangula. Esos demonios que consiguen quebrar familias, separar matrimonios, enemistar hermanos, amargar religiones o diluir la fraternidad solidaria. Porque -a veces- el dinero, el poder o el placer construyen relaciones dominantes, abusivas, resentidas e incluso homicidas.
El amor gratuito y la gratuidad de la misión hacen posible que la luz venza a las tinieblas y que la paz triunfe sobre el rencor. Porque la misión del cristiano pasa por el don recibido que da respuestas de “amor gratuito”.
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