“Jesús le dijo: Si he respondido mal, demuestra dónde está el mal. Pero si he hablado correctamente, ¿por qué me golpeas?” (Jn 18,23)
La violencia es el recurso de los débiles para mostrar la fuerza que no tienen sus argumentos ni sus ideas. Quien no es capaz de afrontar la realidad pretende eliminarla, y quien no puede someter a los demás, los hace desaparecer. El golpe -físico, emocional o espiritual- produce “traumatismos” que no siempre se curan con el pasar del tiempo, porque se convierten en heridas profundas.
Jesús, enviado por el Padre y quien nos envía el Espíritu de la verdad, nos propone la lectura, comprensión y práctica de las escrituras, para que el literalismo se convierta en humanismo, y para que la falsedad argumental se transforme en teofanía de la esperanza.
¿Hemos sido “golpeados” por personas o instituciones abusadoras? ¿Quizá hemos golpeado a alguien?
La mejor manera de vencer al mal es con la fuerza del bien (cfr. Rm 12,21), y el modo evangélico de superar todo tipo de violencia es vivir practicando (en la interioridad y en la sociedad) la “no-violencia-activa”. No significa ni pasividad, ni silenciamiento forzado ni mediocridad descomprometida.
Hombres y mujeres de la historia de la humanidad y de la espiritualidad nos han enseñado que la mejor manera de afrontar tanta guerra, represión, dictaduras militares o ideológicas, narcoviolencia, trata de personas, abusos sexuales-conciencia-poder o manipulaicón de las TICs… pasa por los caminos “franciscanos” de la paz. Hemos de ser instrumentos de la paz, aunque eso signifique sufrir la ignominia de la Cruz, como Cristo.
¿Hasta dónde somos capaces de vivir en la no-violencia-activa? ¿Hemos recibido y queremos entregar todo el amor del mundo, sangrando como el INRI?
Si hemos recibido el Espíritu Paráclito de la Verdad, ¿estamos dispuestos a entregar la vida por el Evangelio? No se puede callar la voz de la justicia, ni se pueden quebrar las piernas del bienaventurado, ni se puede matar el amor de Dios.
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