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Amar a los hermanos es conocer sus necesidades y sufrir sus penas

Iniciamos el mes de septiembre y en el XXII Domingo del tiempo ordinario la Palabra Santa nos recuerda a Simón Pedro, respondiendo a la pregunta de su Maestro, había confesado que Jesús es el Hijo de Dios. Y a partir de entonces, Jesús comenzó a explicar a sus discípulos cómo tenía que subir a Jerusalén para que lo juzguen y condenen a muerte, porque éstos eran los planes de Dios. Pero los discípulos no comprendieron nada y Pedro tampoco.

Pedro comenzó a protestar, diciendo: Dios te libre, Señor; esto no te sucederá nunca. Pero él, volviéndose, le dijo a Pedro: ¡Lejos de mí, Satanás! ¡porque no piensas según Dios, sino según los hombres! Entonces Jesús dijo a sus discípulos: Si alguno quiere venir en pos de mí, debe negarse a sí mismo, tomar su cruz y seguirme. Y de un lado está el seguimiento, el discipulado, el recorrer el mismo itinerario de Jesús y por otro lado está el perder la vida por el Reino de Dios.

No hay amor sin cruz

Pues bien, este seguir las huellas del Cristo tiene como meta no un trono sino la colina del Gólgota; no tiene como punto de llegada el palacio real de Jerusalén, sino la cruz; no tiene como resultado el éxito, sino la renuncia a las aspiraciones de gloria; no conoce el “ser servidos” sino el “servir”.

Erasmo de Rotterdam, famoso humanista holandés que vivió entre el 1469 y 1536, comentando este texto puso en boca de Jesús esta frase sugestiva: «muchos me siguen más con los pies, que con una verdadera imitación». La “imitación de Cristo» es, en cambio, señalada por “una puerta estrecha y un camino angosto” y “que pocos son los que lo encuentran y siguen” (Mt 7,14)

El discípulo debe seguir al Maestro como exhorta el autor de la carta a los Hebreos: “Corramos también con perseverancia por el camino que tenemos por delante, manteniendo la mirada fija en Jesús que se sometió a una cruz” (12,1-2).
Y en medio de las persecuciones, San Pablo escribe a los filipenses: «A ustedes les ha sido dado la gracia de no solo creer en él, sino también de sufrir por Él» (1, 29). También se dice que el que quiere salvar su propia vida la perderá y el que niegue su vida por Cristo y el Evangelio la salvará.

Entrega sin reservas

Ciertamente el egoísmo más absoluto es prisión y muerte; la pesadilla de “salvar la propia vida” se transforma en muerte. De eso todos somos testigos, del frenesí actual de muchos de vivir solamente para disfrutar de la vida, para el bienestar material y social. El mundo considera el perder, como propio de los derrotados, de los ineptos, mientras que el “ganar y tener”, lo consideran signo de éxito, de inteligencia y de felicidad.

Jesús, en cambio, nos propone nítidamente el “perder», en la donación total a él, en el amor por causa de Dios; y aquel “dar la vida por la persona que se ama” (Jn 15, 13). Es aquel entregarse incluso sin reservas, entregar las propias energías, el propio tiempo, los propios bienes a los hermanos que más lo necesitan, para así constituirse en verdaderos discípulos de Cristo.

Jesucristo cambia radicalmente la concepción del mundo y coloca en el perder, en el donar, en el liberarse del egoísmo y de las cosas, ganar la vida. Y ve allí el signo de “encontrar”, de vivir y ve el camino para una conquista existencial extraordinaria. El resultado es contradictorio. Mientras la sociedad actual nos enseña a poseer, vencer y a ganar, que al final nos hace sentir solos y pobres en la conciencia, Jesús nos enseña a perder, a entregarse, a servir para llenarnos de serenidad y de paz. Pero no es un «perder» masoquista y punitivo, es un perder «por una causa trascendente», y un perder para Cristo, para los hermanos; para encontrar la verdadera «vida» y “la propia alma».

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La trinchera del egoísmo

El Evangelio nos invita a una elección auténtica, a vivir los verdaderos valores evangélicos y no por miedo a la muerte, sino más bien por amor a la verdadera vida, porque esta florece solo en la confianza en Dios y en el amor y porque nunca será destruida por el “óxido que corroe” y por los “ladrones que socavan”.

Y he aquí cómo la tradición judía de la década de los 700, conocida como «jasidismo», ilustró esta entrega de uno mismo por completo a los demás, liberándose del atrincheramiento egoísta.
Dice así: «Un campesino estaba con otros en una taberna. Después de haber estado un buen rato en silencio, se volvió hacia un compañero y le preguntó ‘Dime: ¿me quieres bien o no? El otro respondió distraídamente: ¡Sí, te quiero bien! Y el campesino: Tú me dices que me quieres bien, y sin embargo no sabes de qué cosa tengo necesidad. Si realmente me quisieras, lo sabrías. De hecho, amar a los hermanos significa conocer sus necesidades y sufrir sus penas.

Y el rabino Moshé Löb decía: “El hombre pobre y justo confía alegremente en Dios, en nadie ni en ninguna otra cosa podría confiar. Qué difícil es para un hombre rico y egoísta confiar en Dios. Todas sus posesiones le gritan: ¡Confía en mí!
Hermanos, hermanas, aquí hay una gran enseñanza y en el contexto histórico, social y moral en el que nos encontramos, cuanto bien podríamos hacer, pensando y actuando en favor de los demás y ofreciendo medicamentos, alimentos y ayuda solidaria y fraterna para los más necesitados.


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