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Perdonar para ser libres, crecer y alcanzar la paz

En el domingo nos reunimos como Iglesia para fortalecer nuestra relación con el maestro que en esta oportunidad nos invita a perdonar.
«Perdona la ofensa de tu prójimo y tus pecados serán perdonados» (Eclo. 28); «El Señor perdona todas tus culpas, no nos trata según nuestros pecados, no nos paga según nuestras culpas» (Sal 102); «Lo mismo hará su padre celestial si no perdonas de corazón a tu hermano» (Mt 18); «Perdónanos nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden» (Padre Nuestro).
En estas frases extraídas de la liturgia de hoy está el hilo conductor de la reflexión propuesta para hoy, aquel del perdón recíproco, gozoso, ilimitado, generoso.

El libro del Eclesiástico, en el párrafo que leemos hoy, dedica al tema del perdón y el rencor, atento a incorporar a la religión exigencias morales concretas e inmediatas. El rencor hacia el hermano es como una pared que interrumpe el diálogo con Dios: si perdonas a tu hermano, hasta Dios te perdona; si eres implacable, Dios también lo será contigo.

Esta dimensión «teológica» del perdón también se retoma en el pasaje del que conocemos como el «Discurso sobre la comunidad» que Mateo recoge en el capitulo 18 de su Evangelio. En él vemos abrirse casi un díptico: en el primer panel está escrito el compromiso de corrección fraterna, como vimos el domingo pasado; en el segundo, que leemos hoy, está la escena del perdón.

Recibir y entregar

En aquella época, algunos textos bíblicos invitaban a conceder el perdón por lo menos tres veces, como Dios que perdona al hombre dos, tres veces según dice el libro de Job (33,29) Al Apóstol Pedro le parecía ser atrevido y generoso imaginando un perdón hasta siete veces. Jesús, en cambio, va más allá, rompiendo toda concepción cuantitativa del perdón.

Jesús derriba el terrible canto de la violencia pronunciado por Lámec en el Gn 4,24 “Siete veces será vengado Caín, pero Lámec setenta y siete veces” y Jesús exige de sus discípulos el perdón ilimitado, expresado a través de la cifra simbólica y exorbitante de las “setenta veces siete”.
A este llamado, Jesús añade una parábola demostrativa que invito a escuchar y releer atentamente, porque se encuentra construida en tres escenas con dos protagonistas: el amo y el criado deudor; el criado y un colega que le debe, mientras que en tercer lugar estaría el amo y el siervo en la rendición final de cuentas.

La deuda del siervo es enorme, y sin embargo al amo le basta un gesto de buena voluntad y el perdón es inmediato; el siervo perdonado tiene una pequeña deuda de parte de su colega y sin embargo su rigor es inexorable, no conoce esperas, escrúpulos, tolerancias.
Dios en su infinita misericordia supera todo delito del hombre, perdonándole siempre y todo. El hombre en cambio revela su mezquindad, haciéndose pasar por un tirano ofendido que trata despiadadamente al hermano por una bagatela o una ofensa mínima y ridícula.

Dispuestos a perdonar

«La exigencia que Jesús pide al discípulo, es que este debe estar siempre dispuesto y gozoso en conceder el perdón sin recurrir a excusas o distinciones vanas según el modelo del “perdonar, pero no olvidar”. Para ello debemos reconocer de hecho, que somos los primeros en haber sido perdonados por Dios.
Escribía San Agustín: “Perdonados, ¡perdonamos!”. “Bienaventurados, pues, los misericordiosos porque alcanzarán misericordia” (Mt 5,7).
Escribe un estudioso de las parábolas de Jesús, V. Fusco, ¡Alguien que acaba de recibir la remisión de cien millones de denarios!, no puede negar la remisión de una deuda de cien denarios-No es posible querer el perdón para sí y al mismo tiempo negarlo a los demás: ¡uno que no perdona a los otros no es justo que él sea perdonado!”.

A diferencia de los hombres, el Señor es infinitamente tolerante. Él soporta aquello que en la lógica humana es inaceptable. Y él es también infinitamente misericordioso porque es el único que puede remitir tan grandes sumas solo por una simple súplica, un ruego, o una situación lamentable. Ángelo Silesio, místico alemán del 600 escribía: «La misericordia es un terciopelo sobre el que Dios yace y reposa. Si eres misericordioso, a ti también te agradará tener su almohada».
Si recordáramos más a menudo los dones y los perdones de Dios, encontraríamos ridícula nuestra mezquindad y nuestra estrechez de miradas hacia nuestros hermanos.

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La verdadera grandeza

Cristo no anuncia un reino cuya ley fundamental no es la pura justicia sino el amor, en el que la ley es superada por el perdón, en el que el rigor se diluye con la generosidad, en el que el equilibrio legal es superado con la misericordia.
El llamado que debería resonar dentro de la Iglesia debería ser el que Pablo dirige a los Colosenses: «¡Perdónense mutuamente! Como el Señor los ha perdonado, así hagan también ustedes” (3,13). Perdonar, para ser libres. Perdonar, para crecer. Perdonar, para progresar. Perdonar, para estar en paz.

Hermanos, hermanas, perdonar una ofensa puede convertir en amigo a un enemigo, y a un perverso reducirlo en hombre de nobles sentimientos ¡cuán consolador y hermoso es este triunfo, y cuanto supera en grandeza a todas las horribles victorias de la venganza afirmó Silvio Pellico en el siglo XIII.

Dios ama tres clases de hombres: aquel que no se enoja, aquel que no renuncia a su libertad, y aquel que no guarda rencor. (Talmud, Hebreo) Así sea.


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